El sótano.



… —No era más que un niño —así comenzaba el Abuelo su relato—, y quizá por esa razón todo lo que recuerdo de esos días está magnificado, puede que no sea tal y como lo recuerdo, ya sabes, un niño tiene mucha imaginación, el miedo, los cuentos que te cuentan los demás niños y las mentiras de los mayores, para que no te acerques a un lugar, porque piensan que es peligroso, pueden crear monstruos donde no los hay y lo que ocurra no sea más que el producto de la imaginación de un niño asustado, pero si algo sé es que algo espantoso sucedió ese día.
En numerosas ocasiones esta casa había sido testigo de asesinatos, violaciones y torturas, por parte de sus moradores. No sé si por su situación, al estar separada del resto del pueblo, o porque, como se suele decir, el mal engendra más mal.
Mis padres me habían hablado de ello, y todo el maldito pueblo se conocía las historias que habían sucedido en ella, desde venganzas donde sus inquilinos habían acabado enterrados en el jardín, muertes por rencillas, infidelidades, drogas, rituales satánicos, hasta un asesino en serie que había morado en ella y tenía enterrado en este sótano a sus víctimas.
Por aquel entonces no éramos más que una panda de críos con ganas de aventuras, y aunque sentíamos ese miedo por esas historias, nos podía más la curiosidad y ese arrojo que tienes por querer ser el más valiente del grupo, y demostrar tu hombría delante de la niña que te gusta.
Ese día el viento soplaba fuerte y llegaba un olor a descomposición desde los montes, como si algún dios nos avisara que algo iba a suceder; la luz del amanecer se tiñó de rojo y un frío intenso se instaló en nuestro cuerpo. Todo nos avisaba que no era buena idea entrar en esta mansión, todo menos nuestra estupidez.
Llegamos hasta la entrada, por entonces la puerta estaba destrozada. La casa parecía retorcerse y escupir lamentos con cada envite del viento. En el momento de entrar, la destrozada puerta se abrió de golpe y dentro pareció escucharse como un lamento, como si todas esas almas que allí descansaban nos advirtieran o nos llamaran.
La única luz era la de alguna farola cercana que agonizaba, amenazaba con apagarse cada vez que una ráfaga de aire la golpeaba.
No se podía acceder al piso superior, la escalera había caído. A mí me pareció el esqueleto de un gigante que yacía allí, bajo el polvo y una gran telaraña que todo lo cubría, todo menos la entrada al maldito sótano.
La entrada al sótano era como un agujero negro. Proyectamos la luz de nuestras linternas hacia ella, pero no conseguíamos ver nada. Alguien, no me preguntes a quién, se le ocurrió que sería buena idea entrar. Lo cierto es que creo que nadie quería hacerlo, pero nadie dijo nada.
Las escaleras crujían a cada paso y la humedad podía palparse. Me sujeté a la barandilla y noté algo, bichos, quizá gusanos, que reptaron por mi brazo y un fuerte hedor a algún animal en descomposición llenó mi boca. Las linternas servían de poco o nada, quizá más para que nos vieran a nosotros que para ver.
Al llegar abajo la puerta se cerró de pronto, imagino que un golpe de aire lo hizo, el caso que dimos un grito y luego se hizo el silencio. Algo se movía en la oscuridad.
Nuria, una niña de la que todos estábamos enamorados, y la única de la cuadrilla con el suficiente arrojo como para venir con nosotros, intentó escapar, corrió escalera arriba, pero al pisar uno de los escalones cedió y se dio de bruces contra la escalera. La escuché quejarse, el sonido de sus lamentos era apenas audible, pero ese ruido arrastrándose hacia nosotros, como si un gusano gigante o miles de ellos intentaran atraparnos, pudo más. Quisimos huir y corrimos atropelladamente, tanto que aplastamos a la pobre Nuria, nos caímos encima de ella. Yo rodé hasta abajo y juro que noté algo, como una viscosa masa deforme envolviera mi brazo y siguiera hacia mi cuello. Grité con todas mis fuerzas y me sacudí, corrí hacia la escalera, tanteando la barandilla; notaba esos gusanos subir por mi brazo, pero era más urgente escapar. Delante de mí estaba el cuerpo de Nuria. El resto de mis amigos había escapado ya. Me agaché y la llamé, pero no reaccionaba, no se movía. Entonces ocurrió algo, escuché una voz que me dijo que nos fuéramos de allí y que no volviéramos. Sujeté a Nuria por las muñecas y fui arrastrándola como pude. Lo cierto es que a día de hoy todavía me pregunto cómo lo conseguí. Dicen que en estado de estrés somos capaces de realizar hazañas que en otras circunstancias ni en sueños lo haríamos.
Cuando llegué arriba estaba tan exhausto que no era capaz de levantarme del suelo y Nuria seguía sin dar señales de vida. Grité todo lo que pude. Fue Salva, un buen amigo que ya nos dejó, el que vino en mi ayuda.
A Nuria la hospitalizaron con una contusión craneal; dijo que no recordaba nada. Ignoro si era cierto o tenía miedo de decir la verdad.
La policía inspeccionó el sótano sin encontrar nada. Poco después cerraron el lugar hasta que el gobierno se hizo cargo de la casa…

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