Cita a ciegas
El restaurante se encontraba vacío. Me habían sentado en una esquina, frente a una ventana que daba a una plaza triangular. No estaba cómodo y no por la mesa o su situación, sino porque los camareros me observaban esperando quizá a que mi cita fallara y así tener algo de qué hablar. Era la primera vez que acudía a una cita a ciegas y ella ya llegaba tarde. Miré el reloj por enésima vez para comprobar que no me había equivocado. Quince minutos de retraso no es demasiado, pero sí para que me pusiera nervioso, y para que los malditos camareros hicieran sus apuestas. La puerta se abrió y todas las miradas se dirigieron hacia ella. Una mujer embutida en un abrigo rojo cruzaba la sala. Sus zapatos de tacones interminables resonaban en la estancia, esparciendo un aroma a perfume caro a su alrededor. Un camarero le sujetó cortésmente el abrigo, lo que hizo que todos los trabajadores allí presentes, incluido las féminas, me envidiaran. Un vestido ajustado envolvía un cuerpo de escán