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Mostrando entradas de 2023

La noche y sus monstruos

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… La noche y sus monstruos deambulan entre las calles. Los recuerdos son solo eso, pero pueden hacer tanto daño como la mayor de las dagas, pueden penetrar profundo y horadar en esa herida que no se cierra. Hay heridas, muchas heridas abiertas, que no han cicatrizado, y que jamás lo harán, que te despiertan de noche, que te doblan la espalda, que no te dejan respirar, que te hunden y te hacen llorar. Hay monstruos que saben dónde mirar, cómo hurgar en ellas. En ocasiones esas heridas escuecen y duelen y sabes que es mejor no tocarlas, pero aun así, vuelves a hacerlo, es como si disfrutaras con el dolor, y a cada paso la herida crece y crece, hasta que se hace más grande que tú. Y es ahí cuando uno los reconoce, cuando el dolor deja de ser propio y pasa a ser ajeno, cuando los encuentras y reconoces su olor, cuando sabes que ya no escaparás, que tú mismo eres tu captor y el que atrae con tu edor a esos predadores, porque eres su presa, porque tu olor los atrae y nada puedes

De regreso a casa.

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… Es ahí, cuando de camino a Ilargi, me topé con la realidad. Era de noche. Recuerdo la bóveda celeste sobre mí, la vía láctea me indicaba el camino de vuelta a casa y me decía que el regreso no es fácil, nunca es fácil. Los regresos son complicados. Tenemos miedo a volver y que nos vean como unos fracasados; tememos no saber cómo reaccionar cuando nos reconozcan, cuando todo nuestro pasado cruce ante nosotros y nos devuelva esos recuerdos; tememos no saber cómo enfrentarnos a nuestros miedos, a nuestros fracasos, a nuestro futuro. Tememos mirar a la cara, a mostrarnos tal y como somos, a sentir que hemos perdido un tiempo que ya no volverá y nos aferramos a nuestro presente y queremos huir, escapar, desaparecer. Pero es peor cuando vemos que nadie se acuerda de nosotros y que hemos pasado a ser un fantasma, un ser más, que no somos nadie, que no somos tan importantes como nos creíamos y deseas gritar que te devuelvan tu vida. Me planté en medio del camino y la gente deambu

Las cloacas del mundo.

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… Y se deshace de ella, como se deshace de todo. Igual que del pecado, ignorándolo, apartándose; se cree, se engaña y una y otra vez cae en esa mentira, una y otra vez incide en la oscuridad de su mente, igual que uno insiste en esa herida de la boca, que escuece, pero no puedes dejar de hurgar con la lengua, piensas que hay algo malo en ella, pero aun así no haces nada, hasta que ya es demasiado tarde. Las mentiras las disfraza de amor a Dios, igual que sus pecados, que solo los ve cuando ya ha sucedido, pero que una vez que los tapa y los esconde, igual que uno escondería el polvo que ha barrido, debajo de la alfombra, ese pecado desaparece de su mente y culpa a los demás de ello, y escapa haciendo el bien, creando una red de mentiras que los demás pueden ver, ayudando a los necesitados, en ocasiones. Pero la mentira solo engaña al que la costruye; la mentira está en todas partes, el mundo se ha construido sobre ella y sus cimientos son tan frágiles que se derrumban cada

La vieja mansión.

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La puerta no estaba abierta, ellos la empujaron. El chirriante sonido pareció sacar a los muertos de la ensoñación. Los intrusos un escalofrío sintieron, como si de unas manos frías en su espalda anduviera recorriendo. Se sintieron tentados a mirar tras ellos, pero el miedo por lo que vendrá era mayor que el que pasó. En la penumbra de la sala al atardecer, el incesante silvido del viento les hizo estremecer. Una sábana que se agitó la boca les calló. La cenicienta luz de una farola les alumbraba. Que no están solos sentían, era la sensación de notar el frío del ánima que habitaba en el interior de la vieja mansión, y a cada paso el suelo quejarse parecía, amenzando con venirse abajo en cada ocasión. Alguien, alguno de los presentes hizo la pregunta y les retó: —¿A que no os atrevéis? Pues el balón con el que jugaban acabó dentro de la vieja mansión. Uno a uno se adentraron; unos haciéndose los valientes, otros por parecerlo y otros ya no recordaban, pues el miedo les apret

La última habitación.

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… Espera en silencio, en la penumbra de la habitación, que parece engullirle; se hace diminuto, un insecto entre gigantes. Hay cosas en la habitación que le dan miedo. Es ese algo que se siente, como una pompa de jabón que flota en el aire, que sabes que te explotará en la cara y aún así sigues mirando. Es así como vive en esa habitación, con la incertidumbre de que va asuceder algo, y no se lo puede perder. Hay algo en el ambiente que le envuelve como una teladearaña. Las sombras le seducen y le repelen, igual que una mosca atrapada en su propio capullo, en esa teladearaña, esperando que la araña no le atrape y sea a otra mosca a la que se coma. Las paredes parecen aplastarle. Es el peso del tiempo, es el paso del tiempo, es el tiempo que se ha detenido. Mira el reloj y las agujas parecen apuntarle, acusarle. Mira la maleta, que yace bajo sus pies, en silencio, un silencio que grita, un silencio que le hace daño, un silencio acusador. Las sombras se mueven lentamente atrav

Agua sanadora.

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… Es la familia perfecta, si una la ve desde fuera. Marta observa a sus padres. Están riendo como niños. Su padre lleva un delantal para fregar los platos y su madre intenta quitarle de la fregadera empujándole con la cadera, mientras no dejan de reír. Su padre le echa jabón y agua a su madre y ella a él. Suena en la radio una canción de Los Brincos, Esa mujer. Su padre la sujeta por la cintura y se besan mientras bailan. Marta se aparta de la puerta y les escucha desde el pasillo. Ella piensa que nunca tendrá ese amor, que le gustaría notar, saber que se siente ante una mirada cómplice y real, y le surge la duda, como la línea que separa el ocaso del alba y siente ese frío, el frío de la distancia, del olvido, de la soledad. Va a la sala, donde el estúpido televisor yace apagado. Hace días que se estropeó y sus padres dicen que el dinero que cuesta arreglarlo les hace falta para otras cosas más importantes. Hace tiempo que su hermano se fue. Una fotografía suya la observa

Lo que queda.

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Se siente la primavera, las flores esparcen su simiente, las luz del amanecer es más brillante. Rasga su piel y bajo la luna que mengua mis pies descalzos se filtran en el agua de esa mar que me espera. Libero de mi pasado la pesada carga que mi cuerpo cansado arrastra.  Tiemblan a mi paso ciudades y reinos, que desnudos de almas albergan cuerpos que mueren en un intento de vivir entre gritos, que rompen la noche, que arrastran a hombres y bestias al silencio del olvido. No importa la distancia, no importa si abrazar puedes y recoges el fruto que con las manos acoges el reino de los elegidos. Recorro senderos de fábulas y sueños, recorro caminos arrastrados por el viento, siguiendo la estela de esa luna que en silencio, guía a príncipes y mendigos, soldados y poetas, que desnudos se presentan. Profunda es la cicatriz que en la tierra dejo, pero tras el viento de primavera, la luna plateada deja su huella. Qué pesar el mío que tengo el mundo a mis pies, que los seres que en

La vieja mansión.

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Es una casa esilo victoriana, que se levanta magestuosa a pesar de los años. Sus tejas grises comienzan a dar diversa vida de flora y fauna. Una ventana sin sus cristales llama su atención al golpearse de forma rítmica: dos golpes fuertes para cerrar, uno para abrir, y cada tres series se quedaba medio abierta, como esperando ser vista y oída: «Plum, plumplum… plum, plumplum…». La luz del atrdecer incide en ella, y diversas motas de polvo vuelan a su alrededor dibujando la forma de una silueta que parece humana. Lucas se detiene observando. La ventana, en ese momento, se detiene quedando abierta, y la forma se disuelve cuando el último rayo de sol desaparece, y a Lucas le da la impresión de que dicha forma entra por la ventana justo antes de que se cierre de un fuerte golpe. La última vez que había entrado en esa mansión, era poco más que un adolescente, ahora que roza los 40 ha regresado. Los fantasmas esperan, ellos no tienen prisa, te persiguen toda la vida, quieren que

La biblioteca.

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La mujer se acercó a la estantería, con paso lento y arrítmico. Los años no perdonaban y aunque debería haber abandonado ya ese lugar no podía ver como la biblioteca que había regentado durante toda su vida, se abandonaba o se echaba abajo para convertirlo en un supermercado o una hamburguesería, por eso aguantaba, y lo haría hasta que sus huesos se quebraran o su corazón dejara de funcionar. En repetidas ocasiones, unos obesos y sudorosos hombres con trajes que costaban más de lo que ella ganaba en un año, le habían ofrecido una buena suma de dinero para que la vendiera, pero no había cedido, en ocasiones se arrepentía, pues los ancianos del lugra lo eran demasiado como para acudir al lugar para leer, y los jóvenes leían poco y los que lo hacían, lo hacían en sus aparatos electŕonicos. Dejó en la estantería, ordenada alfabéticamente, el último libro que había prestado: La Casa de los Siete Tejados . Una apasionante historia de ambiente gótico escrita en 1851, que tanto le

Día de bodas.

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… Salió fuera. Tenía, debía, necesitaba notar el aire frío en su cara. La lluvia aún se dejaba sentir en pequeñas y diminutas gotas que de vez en cuando atravesaban el aire para estrellarse contra su cara, y ella lo agradecía. La luz de algunas estrellas se filtraba a través de las nubes que luchaban por sobrevivir mientras la luna las atravesaba. El viento había rolado a noroeste, cosa que agradeció, pues el vento cálido que había reinado esos últimos días hacía casi imposible conciliar el sueño, aunque después de lo acontecido dudaba si podría volver a dormir. Miró hacia abajo y vio a través de la repisa de la terraza del tejado a los invitados que se iban marchando, igual que las nubes, salvo que estas últimas volverían tarde o temprano y los invitados no. El coche del novio había dejado un reguero de globos y adornos por el camino y su ramo, ahora, se desprendía de sus manos y volaba en caída libre. El viento hizo elevarse a las flores y que se esparcieron como las gota

Dulce hogar.

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En la habitación se siente la humedad que les hace temblar. El frío se instala en sus huesos y su arrugada piel se estremece. El vello de la espalda se eriza, como la de un gato. En el exterior un relámpago alumbra la entrada y un rayo se deja ver lejos de la casa, segundos después retumba un trueno. —Jorge. —La mujer, postrada en una silla de ruedas estira el brazo hacia su marido, que parece hipnotizado por el temporal—. Cierra la ventana. Va a empezar a llover. Las cortinas vuelan hacia dentro, atraídas por el aire cálido.  Jorge se levanta apoyándose en los brazos de la mecedora. Esta cruje, igual que sus cansados huesos. Mira hacia el suelo y ve el rastro de unos zapatos mojados al pisar sobre la alfombra. En las sombras de la cocina se dibuja la silueta de un fornido hombre y una frágil mujer, así como la figura de un niño que se esconde tras ella. Jorge se gira y se dirige a Luisa. —Creo que tenemos visita, Luisa. Ella inclina la cabeza para mirar tras el encorvado c

Noche de superluna.

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El único sonido que se escucha es el de los grillos y el ruido que producen los neumáticos al rodar sobre el asfalto. El coche se detiene al pie del restaurante de carretera. La noche ha sido tranquila y el dueño se dispone a cerrar. La pareja parece nerviosa y pide un par de hamburguesas para llevar y dos latas de cola. El dueño del bar es mayor y les pide calma. —Ya no estoy para correr. De hecho, debería estar jubilado. Pronto cerraré el chiringuito. —Es urgente, señor, no podemos esperar. Tenemos a un niño en el coche y está hambriento. —Pues ya pueden correr, porque el coche se va y a no ser que el niño sea grande, alguien lo ha robado. La pareja se miran. Sus bocas abiertas lo dicen todo, al tiempo que callan. Segundos después estallan en una carcajada. El dueño del bar los mira desconcertado. —¿No piensan llamar a la policía? —pregunta. —No, ya no. Hoy el niño tiene comida —dice la mujer. Mientras, la plancha echa humo y las hamburguesas parecen quemarse. Un minuto a

Esperando el perdón.

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Yacemos bajo el álamo centenario, bajo su sombra nos cobijamos, esperando que sus largos tentáculos nos arropen, soportando el largo paso del tiempo. Besaba sus labios, ella cogía mis manos. Y así, entre sueños de enamorados, pasábamos el tiempo esperando que el alba nos acogiera, tras el eterno descanso de dos ánimas a las que maldijeron a yacer juntas y separadas por el tiempo. Eternamente enamoradas. Eternamente olvidadas. Yo, proclamo, que si soy culpable de algo es de querer vivir, de amar y ser amado y de no soportar el dolor, que de la daga de un traidor, extrajo la sangre de mi amada y del fruto de nuestro amor. Vivo entre páramos de muerte, somos ánimas sufriendo la vida eterna. Somos culpables de amar, culpable de tenernos, de poder querernos, de soñar con una vida mejor. Yo, que he muerto y he resucitado, tantas veces como el amor me ha dejado. Yo, que el castigo de una mano traidora he pagado, he sufrido y tras mil años sin saber dónde mi amda se encontraba, un

El rumor de las olas.

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... Las olas rompen con fuerza contra las rocas y el sonido le relaja aún más, y le gusta, le gusta la tranquilidad que se respira. Nos sentamos ante el fuego, la mar, el fluir del viento, a escuchar el sonido de los árboles moverse con él, e ignoramos el motivo de por qué nos hipnotiza, de por qué nos relaja, nos estimula, nos inspira. La naturaleza no repite las sintonías, no hay una ola de mar igual a otra, cada una de ellas estalla produciendo una nota diferente, provocando un cambio en el aire que esparce sus diminutas gotas alzándolas para después caer. Cada sombra provocada por la llama se dibuja de un modo diferente, el crepitar del fuego son como notas musicales que entonan melodías infinitas. Los árboles mueven sus hojas provocando innumerables sonetos, palabras de multitud de canciones. Ninguna de ellas desafina y sus orquestas saben que nota tocar en cada momento sin la necesidad de la batuta de su maestro. Y su imagen jamás se repite, no hay una película más va

Soy yo.

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… Sigo el murmullo del río, que guía mis pasos, hace ya muchas lunas que salí de la aldea, hace ya muchas mareas que partieron los hombres y no han vuelto. El viento me habló, se alzó ante mí y me cantó, viejos poemas que hablaban de maleficios, de viejos males, de seres tan antiguos como el mundo, de entes que vivían antes de que le hombre fuera hombre, antes de que el sol calentara sobre la tierra. La noche se ha hecho eterna, se fue cuando traspasé la frontera y mis huesos ya sienten frío y la humedad se ha instalado en ellos. Hay seres que me acechan en la oscuridad, que se acercan mientras me hago la dormida, y me huelen, huelen el miedo y la soledad. Los oigo respirar. Rezo a los ancestros y les pido valor para seguir. Escucho los sonidos que la noche me trae. El fuego ya no abriga, se ha vuelto denso y pesado, la nieve se acerca y mi caballo ahora me sirve de sustento, para no morir de hambre, para darlo como ofrenda a los espíritus en esta noche que no acaba. He vis

Bloody Mary.

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La brisa marina se enreda en su mirada, sube, se deja caer, para alzarse cual mariposa, aleteando frente a sus ojos, y entre los remolinos de su pelo. La mujer se desliza entre las mesas que se alinean en la acera, como si se tratara de fichas de dominó. Se sienta, no se deja caer sobre la silla, sino que parece que es la silla la que se alza bajo ella. el camarero se esfuerza por ver su cara, pero parece esconderse bajo el ala de su sombrero; la luz de las farolas parecen no quererla molestar y sus sombras se esparcen sobre su piel. Sus manos son tan blancas que parecen no haber visto la luz del día, pero gráciles y con estilo, se mueven a través del aire, son el aire. El camarero se acerca y siente el misterio que la acoge, la envuelve. —Buenas noches —le saluda y su voz suena como temiendo molestarla. Ella le mira, aunque él no vea sus ojos, que por un momento es lo que más desea, y ese deseo se vuelve obsesión. El intuye, desea, que su color sea el de la esmeralda, pues

Injusto.

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… Y ahí está, frente a él, mirando con eso ojos verdes que le vuelven loco, la negra melena le cae sobre los hombros efectuando un remolino a ambos lados, izándose y cayendo en picado sobre sus pequeños pechos. Sonríe, pero Ibai reconoce una sonrisa forzada cuando la ve. Sus manos, blancas y suaves descansan ahora sobre las suyas y percibe su cálido tacto. Carlos le mira un poco distante, en realidad está pensando que no pinta nada en ese lugar. —Qué pasa, tío —se atreve a decir, como si fueran amigos. —Ya ves, tío —ironiza Ibai—. Pasaba por aquí. ¡No te jode! —¡Vale! ¡Ya está!, lo he intentado, Marta, me piro, no pinto nada aquí. Marta le sujeta por la muñeca. —Creo que ya es hora de que dejéis de comportaros como niños, ¿No os parece? —¿Cómo niños, dices? Quién crees que me ha hecho esto —dice Ibai. Marta mira a Carlos intentando ver en su cara un gesto que le asegure que él no ha sido. —¿Crees qué he sido yo? Si hubiera sido yo ahora no estarías hablando conmigo. Serías

Una larga despedida.

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La luna brillaba con todo su esplendor, aunque las nubes hacían lo posible por taparla, su luz se reflejaba en el agua. Remojaba sus pies sentada en las rocas donde las olas rompían con fuerza al llegar y se despedían con un suave sonido que parecían silbar dejando un rastro de espuma a su paso. Una gaviota ignorando su presencia volaba alrededor, y acto seguido escapaba hasta que perderse de vista. —No es necesario que te vayas —le dijo ella sin dejar de mirar el reflejo de sus pies en el agua. Él la miró y acto seguido dirigió su vista hacia el cielo. —Debes entender que todo sucede por algo. —No es justo. —La vida nunca es justa, pero debemos aprender a seguir. —¿Y nos volveremos a ver? —No —dijo tajante, porque ella sabía la respuesta. —No quiero ni puedo dejarte ir.  —Debes hacerlo, es lo mejor para todos.  —Isabel pregunta todos los días por ti. ¿Qué le digo? —La verdad. Los niños lo entienden mejor que los mayores. Ella no quería seguir mirando. Él la besó en la meji

Resignación.

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Siguiendo el rastro hasta la muralla, llego hasta el elevado puente que separa la vida de la muerte. Tras sus muros la vida transcurre como si el universo no se moviera, pero en este lado la vida se escapa. Niños y ancianos, mujeres y hombres se arrastran esperando a que su final llegue. Ya no hay esperanza para los que nacen, ya la vida pasa de largo en las aldeas y el horror acecha en cada esquina. Muerte es la esperanza de los pueblos, muerte para dejar de sufrir. Con mi último aliento, tras largas noches de marcha, llego al lugar donde los que mandan campan a sus anchas, ignorando que su pueblo muere, porque a sus amos no les importa mientras sus tripas llenen. Trepo por el puente y es tanta su arrogancia, que nadie me detiene, pues no han puesto guardias. Sobre los muros los soldados descansan, duermen gordos y cansados, pues nadie hay que frente les haga. Llego hasta su rey, que duerme en su cama, de suaves pieles y almohadas; dulces plumas cubren su cuerpo. Sus mujer

Río de la esperanza.

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Y reinó la oscuridad y asumiendo la facultad de gobernar en la mar me sumergí con ella y durante milenios deambulé entre las sombras sin saber que en el otro lado la luz cubría todo el espacio. Muerto y sin vida vivía engañado, soñando que soñaba. Ahora que la luz invade mi mundo puedo soñar que no es un sueño. Puedo vivir dentro del espejo. Puedo alimentarme de la luz del amanecer y vivir sin esperar a morir. En ocasiones las lágrimas ruedan fuera de mi mundo, en ocasiones escucho el lamento de los que no escucharon, de los que desoyendo lo que las estrellas nos enseñaban, nos marcaban, se quedaron sepultados bajo la luz cegadora de la muerte. Esa luz no lleva nombre ni apellido, no sabe de amor, no conoce la palabra perdón, ni sabe de felicidad ni caridad y viaja huérfana, sin rumbo ni destino, recorre mil caminos, tu camino, entre las cenizas del olvido, entre cadáveres sin alma, entre almas sin esperanza ni recuerdos. En ocasiones no existe ninguna razón, sólo deben rec

Un lugar tranquilo

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… Echo la vista atrás y veo que llevo una corta, pero vehemente existencia. Este es un pueblo que mira a la mar, donde la vida transcurre tranquila, sin sobresaltos. Las mañanas son cortas, las tardes intensas y las noches son largas y misteriosas. Un pueblo que sabe a sal y sudor; a tristeza y soledad a frío en el rostro. Huele a pescado y amargura, a invierno y lluvia.  Su tacto es cálido y su piel espesa; te calma y te mata, te arrulla y te olvida; te ama y te cuida, igual que te odia y olvida.  Los viejos del pueblo miran las tranquilas aguas que mojan la bahía igual que el pasado que los empapa sin un futuro donde resguardarse. Los jóvenes surcan hacia un futuro sin la otra orilla. Ellos, los jóvenes, ya dan la espalda a la mar. No quieren vivir y morir de ella, por ella. Yo nací entre esas dos culturas, en un abril de los que ya no quedan, en una primavera que recuerdan como un otoño, con Selena observando cada movimiento. Mi infancia fue feliz, mi adolescencia transc

Miedo, asco, odio.

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… La noche transcurre tranquila, eso es lo que Clarisa cree, pero todo está revuelto. Los pensamientos de ella se entrecruzan. El Ambiente está cargado de amargura y tristeza. Los recuerdos, en realidad de nada sirven, pues nos enseñan, pero no nos dan la solución, ni siquiera sabemos si son ciertos o no. Muchos recuerdos están alimentados por nuestros odios, miedos, amores, rencores y deseos, y nuestros cerebro nos muestra lo que queremos ver, lo que deseamos que hubiera sido y lo que un día nos contaron. Clarisa se seca los ojos y en un acto reflejo se esconde de sus pensamientos, como si su hermano pudiera verlos. Y le cuenta. El aita, siempre el aita: Llega borracho. Lo ve venir, lo huele, es el amargo sabor del alcohol el que deja tras de sí. Se palpa, se toca, se mide en miedo y en asco, cuando su mano se aferra a ella. Nota ese aliento a rancio, alcohol y deseo. Siente esa mirada que se escurre dentro de su falda, ese demonio que le llama hija, ese monstruo que se cu

Nada puede ir mal.

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… Sabe que nada puede ir mal, que tan solo tiene que salir de casa, traspasar la puerta, salir al portal, la calle está ahí, el mundo es solo un trozo de roca flotando en la nada. Sabe que es solo eso, que una vez pase de la puerta nada puede pasarle, pero duda. Es la acción de hacerlo lo que le impide respirar, es el solo hecho de pensarlo lo que le ahoga, lo que hace que su corazón dance loco dentro de su escuálido pecho. Un paso más, se dice, un paso más y lo habrás hecho. Dos pasos y ya no recordarás el primero, tres y serás libre para empezar a soñar que conseguirás llegar a la tienda, y una vez allí podrás respirar tranquilo, al menos hasta el regreso. Su pie traspasa ese muro mental y, corre, no se lo piensa y corre. La tienda está lejos, más de lo que creía, o al menos eso le parece a él, es como en esos sueños que corres y no te mueves del sitio, pero hay que seguir haciéndolo, si no quieres que te agarren. Cuando llega al lugar señalado descubre que está cerrado.

La vida le sonreía.

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La vida le sonreía, tenía una bonita casa en las afueras, piscina, un pequeño terreno donde pasaba algunos momentos libres cultivando en la huerta, una mujer a la que adoraba, ella había sido su gran apoyo, dos hijos que eran maravillosos, Ana de 23 años y ya independiente, Juan de 26, volaba solo hacía mucho y un trabajo que amaba. Nada podía ir mejor. Se levantó una mañana mirando al horizonte, ese día el amanecer estaba precioso, las estrellas aún titilaban en el oeste y por el este la tímida luz solar parecía querer asomar. La luna, casi llena, se mantenía en lo alto. ¿Era feliz? Se preguntaba, él pensaba que no se podía pedir más. Como respuesta dos gaviotas sobrevolaron la casa, para minutos después desaparecer en la lejanía. Un velero surcaba la mar dejándose llevar por el viento y un peregrino, camino de Santiago, le saludó. Miró a su casa con aire triste, su mujer miraba sonriente el móvil, él miró el suyo, un sinfín de mensajes urgentes lo esperaban. Lo apagó. Hab

Mala comunicación

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… Había llegado con tiempo a la consulta. Lunares, mi Gran Damnes, se estaba comportando de manera razonable, demasiado razonable para su manera de ser, diría yo. Se sentaba y se ponía de pie de manera automática, comenzaba a desesperarse. Los demás perros comenzaban a ladrar y pronto se convirtió en una sinfonía canina. Nadie salía de la consulta, llevábamos demasiado tiempo, el calor comenzaba a hacer mella en todos. La ayudante parecía avergonzada y nadie sabía nada. Comenzó un murmullo entre el público y si algo me pone nervioso es que la gente se queje y no actúe. Procuro permanecer al margen, entre otras cosas porque me conozco. El sudor empezaba a traspasar mi camisa recién comprada y Lunares se levantó de pronto, sin darme tiempo a reaccionar, su temperamento es igual que el mío, no avisa, actúa. Fue a la puerta de la consulta y de un manotazo la abrió, algo que aprendió a hacerlo desde cachorro. Y ahí estaban: Óscar, el veterinario, haciéndole el boca a boca a la m

Dos puntos de vista diferentes.

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... Martín se introducía, casi por completo,  en el contenedor. Sus pies colgaban y de vez en cuando salía para distribuir el contenido de las bolsas de basura y los reciclaba, efectuaba el trabajo que no hacía la gente en sus casas. De vez en cuando sacaba lo que le interesaba y se quedaba para él ciertas prendas de ropa o utensilios, y otras las distribuía entre otros sin techo. Esa noche la lluvia y el viento había sido muy intensa, y algunos contenedores se habían caído, era casi imposible hacerse con su contenido; en más de una ocasión fue a dar con su cuerpo en el suelo. María vio lo que sucedía y se apiadó de él, le ofreció su ayuda y entre los dos colocaron los contenedores y ayudó a Martín a recoger la basura. María le llevó un buen bol de caldo caliente, algo de fruta y un café. Le ofreció su tiempo con una buena charla hasta que el tiempo mejoró. —Gracias —le dijo Martín—, es usted una buena mujer. —Hay alguien en mi casa que no diría lo mismo —bromeó. Martín se

Seguro que hay una explicación.

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En un principio pensé que sería algo maravilloso, como tener una segunda oportunidad, pero la cosa se complicó y nunca más tuve otra oportunidad. Había ido a comprar unas flores para Marta, cuando al girar en la calle Del Ensanche, vi frente a la floristería, a la madre de Marta. Era atractiva, me imaginé a Marta con la edad de su madre; sería igual que ella. Estaba parada frente al escaparate, como atraída por algo, parecía querer irse, pero al segundo regresaba, me recordó a las polillas cuando son atraídas, una y otra vez por la luz. Pronto me di cuenta de que no era nada gracioso, estaba nerviosa. Me acerqué y la saludé. —Buenos días. Me miró como el que mira a un extraño. —No deberías estar aquí, Sam, ¿no tienes clase? —Hoy es festivo. ¿Se encuentra bien? —me atreví a preguntar. Era evidente que le sucedía algo. Su mano se aferraba a algo que ocultaba en el bolsillo, al principio pensé en un arma, pero entonces vi que se trataba de su móvil. Sus ojos parecían salirse d

Cuestión de ritmos.

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Hay lugares que los sientes y los masticas, el vello se te eriza y de forma instintiva te apartas de ese lugar; te repele, igual que dos imanes con la misma carga. Hay casas por las que no quieres pasar, y si lo haces tu imaginación es engullida como si fuera un agujero negro. No sabes por qué, pero la hierba no crece de forma normal y los arbustos lo hacen de manera desmesurada; a los árboles las hojas se le desprenden y las flores no se atreven a salir; la fauna desaparece y tan solo queda la casa, una casa gris y deforme en la que los fantasmas parecen vivir tristes y enfadados. Al pasar junto a ella te sientes mal y quieres pasar rápido, miras de reojo y en ocasiones ves algo, como una sombra; prefieres dar un rodeo y no pasar cerca. Yo me atreví. Me acerqué desafiando a la casa, la miré de frente, la dije que no la temía, que no era más que eso: una casa vieja y podrida, que nada podía hacerme. Pero el frío era intenso, y el sol desapareció, como si un eclipse la hubie

Una despedida

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… Corre y se refugia en el acantilado, cerca de la mar, donde el río cae en una interminable cascada hasta llegar al agua salada, dejando a su paso una cola de caballo que baña todo el monte que hay a su alrededor, incluido a Sam. Ahí, en un hueco entre las rocas, horadado por el agua, el viento y el tiempo. Se introduce en él y llega hasta un lugar donde la hierba crece alta y el horizonte se presenta ante él, infinito. Su cuerpo se relaja; cierra los ojos y abre los sentidos ante el mundo; se deja llevar y recuerda. Las imágenes vuelven a él: Ya no recordaba a su madre, apenas tenía la imagen de su cara, era un borrón en su memoria, pero dicen que los recuerdos no son personas, son lugares, olores, sensaciones, sonidos; y era eso lo que le quedaba de ella: ese olor a flores frescas en la ventana, el sol penetrando a través de los ventanales, mientras su madre le contaba un cuento, o le cantaba y él se dormía en su regazo. El aroma a legumbres que lo impregnaba todo; pesca

En el callejón.

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…La lluvia había cesado y el frío agua hacía que el calor se disipara.  Nos pilló desprevenidos, besándonos a escondidas en el callejón Iraola, tras la salida de emergencia del cine con el mismo nombre, donde la luz de su única farola nos hacía casi invisibles, tan solo el reflejo en la acera mojada y en los charcos nos alumbraba, cuando una pareja (eso era lo que yo creía por entonces, que éramos novios), está más indefensa. El chaval me amenazaba con su navaja Mariposa, la manipulaba en el aire para hacerme ver que sabía manejarla y que iba en serio. Yo miraba al suelo, siempre miro al suelo, y vi sus pies mojados que se reflejaban en un charco, devolviéndome una imagen distorsionada. Él parecía más nervioso que yo. Marta se tapaba la boca, el chico nos había advertido de no chillar. Lo cierto es que no me impresionaban las armas, igual que tampoco lo hacen ahora. Me dijo que levantara la cabeza y lo mirara. Eso hice. —Mira mi jeta, chaval, y recuérdala. —Sonreía, pero au

Un acto de fe.

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El agua corría a través del grifo sin que Sam fuera consciente de ello. El chorro de agua golpeaba contra los platos amontonados y eso hacía que salpicara fuera. Un gran charco de agua se estaba formando a su alrededor. Sus manos sujetaban con fuerza el estropajo, y el jabón se iba diluyendo al contacto con el agua. Su mente se perdía bajo sus pies igual que el agua. Los recuerdos de la guerra le estaban traicionando, una vez más, y se veía a sí mismo cuando en aquella riada la niña pedía auxilio al tiempo que las bombas y las balas atarvesaban los campos de cemento y hormigón. El agua arrasaba. Los heridos y muertos eran arrastrados por la corriente, junto a vehículos y demás artefactos. Los soldados intentaban asirse a cualquier saliente o tejado, pero si el agua no acababa con ellos lo hacía el enemigo, que desde lo alto de la torre del campanario un francotirador no les dejaba descansar mientras los aviones sobrevolaban arrasando con los que aún respirában. La niña supl

Cambio de menú.

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... La mesa estaba en silencio, y la tarde se fue despidiendo mientras las sombras se alargaban. La casa estaba fría, la distancia entre los cuartos era infinita y las manecillas del reloj de pared se habían detenido hacía tiempo, pero ninguno parecía darse cuenta, hasta que... Álbaro se sentó frente a Elena, la mesa estaba puesta y sobre ella un hermoso Marmitako, como a Álbaro le gustaba —¡Qué bueno, cariño! —señaló Álbaro sujetando como un niño los cubiertos—. Tú sí sabes lo que me gusta. —Claro, pero a veces se te olvida. —Ella no le miraba. —Eso nunca fue así. —Álbaro dejó los cubiertos con rabia—. Te fuiste olvidando de lo que a mí, a nosotros nos gustaba hacer. —¡¿A nosotros, dices?! —Exclamó acercando su cuerpo—. O a ti te gustaba. Que pronto te deshaces de lo que, según tú, te conoce. Un nuevo plato por otro. —Si de verdad te importara no dejarías de ofrecerme lo que me complace. —O quizá tú, de vez en cuando, dejarías que fuera yo quien eligiera. —Quizá deberías e

Príncipes de barro.

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Nos dejábamos caer en el parque de los Arrantzales, un barrio que parecía situado en la cima del mundo, por encima del nuestro, como un nido de águilas, donde íbamos a jugar. Casas del color del rojo óxido, las casa de los pescadores, las llamaban, con su parque de hierro, también rojo. Donde las tardes se escapaban igual que centelleantes estrellas fugaces, efímeras, pero intensas tardes de risas y juegos. Algunos niños del barrio nos increpaban, intentaban echarnos del lugar, no era nuestro barrio y menos eran nuestras amigas las niñas a las que seguíamos. Nos retaban, cosa a la que jamás nos negábamos, pues éramos los príncipes a los que las princesas esperan mientras descansan tras su torre, tras ese duelo a muerte. Y ahí, en su feudo nos esperaban, nos observaban, queriendo saber si éramos dignos contrincantes y los elegidos para tomar su mano. Éramos la envidia por estar con ellas y lo sabíamos. Las madres del barrio nos miraban mal, como arpías, éramos el enemigo al

Sam y el Gran Danés.

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Sam no estaba seguro de si era un presagio, pero si había que cruzar la calle para ayudarlo lo haría, aunque eso significara cruzarla en esa hora punta y atestada de coches que corrían porque llegaban tarde a su trabajo. Al otro lado de la calle, un perro le miraba distraído con su gran lengua fuera. Un día antes sus padres le habían dado permiso para llevar una mascota a casa y ahora veía a un Gran Danes que parecía perdido. El peligro radicaba en que el perro cruzara la carretera antes de que él lo detuviera, aunque cruzar era un acto de suicidio. Miraba como los vehículos pasaban como una exhalación. Apenas eran borrones de colores que movían el aire a su alrededor. No había un hueco por donde atravesar. El perro pasó de estar sentado a levantarse, parecía querer ir donde él se encontraba. Sam gritó para que se quedara quieto. El perro movió el rabo y comenzó a ladrar. El tráfico iba en aumento y las probabilidades de no sobrevivir también. Sam se posicionó como un corre