Bloody Mary.




La brisa marina se enreda en su mirada, sube, se deja caer, para alzarse cual mariposa, aleteando frente a sus ojos, y entre los remolinos de su pelo.
La mujer se desliza entre las mesas que se alinean en la acera, como si se tratara de fichas de dominó. Se sienta, no se deja caer sobre la silla, sino que parece que es la silla la que se alza bajo ella.
el camarero se esfuerza por ver su cara, pero parece esconderse bajo el ala de su sombrero; la luz de las farolas parecen no quererla molestar y sus sombras se esparcen sobre su piel.
Sus manos son tan blancas que parecen no haber visto la luz del día, pero gráciles y con estilo, se mueven a través del aire, son el aire.
El camarero se acerca y siente el misterio que la acoge, la envuelve.
—Buenas noches —le saluda y su voz suena como temiendo molestarla. Ella le mira, aunque él no vea sus ojos, que por un momento es lo que más desea, y ese deseo se vuelve obsesión. El intuye, desea, que su color sea el de la esmeralda, pues el de su pelo es rojo, como la luna que se alza sobre ellos—. ¿Desea tomar algo?
La mujer coge la carta de cócteles y con su larga uña roja le señala un Bloody Mary. Le sonríe y a luz de la luna se refleja en sus dientes blancos, que contrastan con el rojo carmesí de sus labios.
Cuando llega con la copa, la mujer no está y en su lugar hay un sobre en la mesa. Un sobre lacrado y con el nombre del camarero. Lo coge y lo abre. Al hacerlo el aroma a perfume le inunda. Nunca un perfume le había llenado tanto, parece envolverle y trasladarle a mundos afrodisíacos.
Dentro, una carta bien doblada en dos partes espera a que su dueño la lea. Tan solo el dibujo de unos labios echo con un beso en el sobre. Lo huele, ese olor no es lo que esperaba, pero él ya no piensa y mira la dirección que está impresa en la solapa.
No espera a cerrar, no espera a terminar su turno. Deja lo que está haciendo y no es consciente hacia dónde se dirige hasta que llega.
La puerta de la mansión se abre a su paso, y ahora se da cuenta a qué olían los labios dibujados en la misiva: a sangre y muerte, pero ya es tarde. La luna sangrante es la única testigo.

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