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Mostrando entradas de abril, 2023

Un acto de fe.

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El agua corría a través del grifo sin que Sam fuera consciente de ello. El chorro de agua golpeaba contra los platos amontonados y eso hacía que salpicara fuera. Un gran charco de agua se estaba formando a su alrededor. Sus manos sujetaban con fuerza el estropajo, y el jabón se iba diluyendo al contacto con el agua. Su mente se perdía bajo sus pies igual que el agua. Los recuerdos de la guerra le estaban traicionando, una vez más, y se veía a sí mismo cuando en aquella riada la niña pedía auxilio al tiempo que las bombas y las balas atarvesaban los campos de cemento y hormigón. El agua arrasaba. Los heridos y muertos eran arrastrados por la corriente, junto a vehículos y demás artefactos. Los soldados intentaban asirse a cualquier saliente o tejado, pero si el agua no acababa con ellos lo hacía el enemigo, que desde lo alto de la torre del campanario un francotirador no les dejaba descansar mientras los aviones sobrevolaban arrasando con los que aún respirában. La niña supl

Cambio de menú.

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... La mesa estaba en silencio, y la tarde se fue despidiendo mientras las sombras se alargaban. La casa estaba fría, la distancia entre los cuartos era infinita y las manecillas del reloj de pared se habían detenido hacía tiempo, pero ninguno parecía darse cuenta, hasta que... Álbaro se sentó frente a Elena, la mesa estaba puesta y sobre ella un hermoso Marmitako, como a Álbaro le gustaba —¡Qué bueno, cariño! —señaló Álbaro sujetando como un niño los cubiertos—. Tú sí sabes lo que me gusta. —Claro, pero a veces se te olvida. —Ella no le miraba. —Eso nunca fue así. —Álbaro dejó los cubiertos con rabia—. Te fuiste olvidando de lo que a mí, a nosotros nos gustaba hacer. —¡¿A nosotros, dices?! —Exclamó acercando su cuerpo—. O a ti te gustaba. Que pronto te deshaces de lo que, según tú, te conoce. Un nuevo plato por otro. —Si de verdad te importara no dejarías de ofrecerme lo que me complace. —O quizá tú, de vez en cuando, dejarías que fuera yo quien eligiera. —Quizá deberías e

Príncipes de barro.

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Nos dejábamos caer en el parque de los Arrantzales, un barrio que parecía situado en la cima del mundo, por encima del nuestro, como un nido de águilas, donde íbamos a jugar. Casas del color del rojo óxido, las casa de los pescadores, las llamaban, con su parque de hierro, también rojo. Donde las tardes se escapaban igual que centelleantes estrellas fugaces, efímeras, pero intensas tardes de risas y juegos. Algunos niños del barrio nos increpaban, intentaban echarnos del lugar, no era nuestro barrio y menos eran nuestras amigas las niñas a las que seguíamos. Nos retaban, cosa a la que jamás nos negábamos, pues éramos los príncipes a los que las princesas esperan mientras descansan tras su torre, tras ese duelo a muerte. Y ahí, en su feudo nos esperaban, nos observaban, queriendo saber si éramos dignos contrincantes y los elegidos para tomar su mano. Éramos la envidia por estar con ellas y lo sabíamos. Las madres del barrio nos miraban mal, como arpías, éramos el enemigo al

Sam y el Gran Danés.

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Sam no estaba seguro de si era un presagio, pero si había que cruzar la calle para ayudarlo lo haría, aunque eso significara cruzarla en esa hora punta y atestada de coches que corrían porque llegaban tarde a su trabajo. Al otro lado de la calle, un perro le miraba distraído con su gran lengua fuera. Un día antes sus padres le habían dado permiso para llevar una mascota a casa y ahora veía a un Gran Danes que parecía perdido. El peligro radicaba en que el perro cruzara la carretera antes de que él lo detuviera, aunque cruzar era un acto de suicidio. Miraba como los vehículos pasaban como una exhalación. Apenas eran borrones de colores que movían el aire a su alrededor. No había un hueco por donde atravesar. El perro pasó de estar sentado a levantarse, parecía querer ir donde él se encontraba. Sam gritó para que se quedara quieto. El perro movió el rabo y comenzó a ladrar. El tráfico iba en aumento y las probabilidades de no sobrevivir también. Sam se posicionó como un corre

Tras la niebla.

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El viejo de mirada triste se acercaba al parque, donde tantas tardes acompañado por su pareja había paseado a la mortecina luz del sol. Le gustaba la soledad del atardecer, cuando niños y padres abandonaban el lugar. El viento sopló ligero llevando el aroma de los jazmines y los rosales que crecían libres en lo alto de la loma. Del cálido cauce del río ascendía una neblina que discurría culebreando entre los matorrales, árboles y rocas, que parecían esconderse al cobijo de la niebla. Llegó a él un lastimero quejido, como si alguien se hubiera hecho daño. Se acercó con cautela, pues apenas se vislumbraba algo, la noche se echaría encima en poco más de media hora y la neblina seguía su lento, pero firme avance. Un perro levantó la cabeza al ver a un ser humano, movió el rabo con brío denotando alegría, se acercó para averiguar que le sucedía, el perro estaba herido, una de las patas se retorcía de forma imposible, era un perro viejo, que alguien había abandonado, y si no se l