Tras la niebla.




El viejo de mirada triste se acercaba al parque, donde tantas tardes acompañado por su pareja había paseado a la mortecina luz del sol.
Le gustaba la soledad del atardecer, cuando niños y padres abandonaban el lugar.
El viento sopló ligero llevando el aroma de los jazmines y los rosales que crecían libres en lo alto de la loma. Del cálido cauce del río ascendía una neblina que discurría culebreando entre los matorrales, árboles y rocas, que parecían esconderse al cobijo de la niebla. Llegó a él un lastimero quejido, como si alguien se hubiera hecho daño. Se acercó con cautela, pues apenas se vislumbraba algo, la noche se echaría encima en poco más de media hora y la neblina seguía su lento, pero firme avance.
Un perro levantó la cabeza al ver a un ser humano, movió el rabo con brío denotando alegría, se acercó para averiguar que le sucedía, el perro estaba herido, una de las patas se retorcía de forma imposible, era un perro viejo, que alguien había abandonado, y si no se le cuidaba moriría de forma horrible e irremediable, estaba flaco y sucio, pero su mirada era limpia y calmada.
—Ambos estamos en la misma situación, compañero —se dirigió Leo de forma cariñosa al can—. ¿Qué vamos a hacer? 
El perro le lamió la cara. Leo sonrió, hacía mucho que nadie le daba un beso.
Lo sujetó como pudo, lo subió a sus hombros y juntos desaparecieron tras la niebla.

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