Gabriel(a).
Se encogió de hombros, callada. Sus manos temblaban al agarrarse al vaso que descansaba a su lado, envuelto entre las grises sombras del mostrador.
Los escasos feligreses que dormitaban en el local apenas sentían la necesidad de saber; tan solo deseaban que las agujas del reloj se detuvieran para seguir bebiendo.
Gabriela bebió el contenido del sucio vaso de un solo trago y su laringe ardió, pero no movió las cuerdas bocales para emitir quejido alguno.
Dio dos golpes secos en el mostrador, y lo que significaba el camarero ya lo sabía. Un nuevo y amarillento líquido cayó sobre el vaso.
El barman quiso saber quién se escondía tras las sombras que esparcían las amarillentas luces de las lámparas, que apenas alumbraban su cara, y si lo hubiera hecho, no hubiera dudado en apagarlas.
Un televisor permanecía en un inquietante equilibrio sobre una estantería. El polvo acumulado dificultaba su visión, pero el sonido era claro. En algún lugar del mundo la guerra continuaba, en otro cualquiera comenzaba otra y la sequía dejaba sin alimentos a medio mundo, mientras el otro medio se ahogaba.
Unos maldecían al Dios del otro y los no creyentes se ahogaban en las mentiras del nuevo Dios del ciberespacio.
A Gabriela no le hacía falta ver ni escuchar. Sus plegarias ya se habían enmudecido, pues ni el mismo Dios quería ya oír.
Volvió a golpear dos veces con el vaso.
—Date prisa, mesero —y su voz resonó como un trueno—. Ya no hay tiempo. Quiero beber antes de que todo termine.
—¿Qué tiene que terminar, señora?
Gabriela echó un rápido vistazo alrededor y sintió lástima por ellos.
—Dales de beber hasta que ya no sepan ni quiénes son —dijo señalando al resto, que ni siquiera se molestaron en darle las gracias, tan solo levantaron los vasos.
—¿Señora? Estos ya no saben ni dónde están.
—Pues mejor. Mi guerra aquí ha terminado. El Señor ya no me escucha…
Y ya solo hubo silencio…
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