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Mostrando entradas de noviembre, 2020

Nada queda tras el olvido

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La vida pasaba despacio entre risas y llantos. Al cobijo del soportal, con la música de Jetro Tull, Santana, David Bowie o Supertramp sonando en un viejo walkman que situábamos entre nosotros. El tiempo no existía, la vida se agarraba y se consumía, como se consumían los porros, saboreando cada calada. Junto a la parada de taxis el camión de reparto, cada noche lo dejaba estaciondo. Era una oporunidad. Nos colábamos en él. Sólo había que levantar el toldo y dar con el lugar donde se escondían los batidos. Creimos tener el mundo a nuestros pies, creimos ser inmortales, creimos que nunca acabaría, pero llegó el momento de la despedida, Siempre llega. «Todo encuentro es el comienzo de la despedida», dice una máxima Budista. No hay nada más cierto.  El primero en irse fue (…), se marchó sin más. Sin despedirse. Una noche mientras degustábamos una botella de leche, los batidos se habían terminado, el chofer del camión lo vio. Fue tras él y al cruzar la calle… zas, de un plumazo.

La luz.

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La noche solitaria y la luna nueva caían como una losa sobre mí, y al entrar en el cementerio, los goznes del portón sonaron anunciando, a los seres que allí vivían, que un extraño ser había roto su descanso. Dejé la puerta entornada, para que no se escucharan más lamentos. Cada sombra me anunciaba un extraño ser que me vigilaba, cada ruido de sus habitantes nocturnos, aves, roedores, grillos y demás especies, me sobresaltaba y me encogía, escondiéndome en cada esquina que encontraba, como si los muertos pudieran verme o escucharme.  No sé porqué razón, cuando yo nunca he creído en fantasmas ni aparecidos, sin embargo, me aterraba la idea de que una mano invisible pudiera cogerme por detrás y arrastrame al inframundo. Notaba un aliento fétido en mi nuca y a cada paso miraba hacia atrás por si me seguían. Un escalofrío recorría mi cuerpo y mi vello me advertía que no flanqueara la gran tumba que tenía frente a mí. Me detuve y dudé si hacerlo o no. Al hacerlo la luz de las fa

quizá no esté todo perdido.

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Era curioso. Ya no escuchaba ni me alteraba el sonido del tráfico en la ciudad, ni siquiera el murmullo de la gente al hablar bajo mi ventana, ni el estridente sonido del martillo eléctrico de la obra que sonaba desde hace días frente a mi calle, pero el lejano canto de un gallo me había levantado esa mañana. Sonaba la campana de la iglesia que daba los buenos días. Las siete de la mañana. Y los pájaros alegraban mi despertar. Había olvidado todos esos sonidos, al igual que había olvidado la fragancia de los pinos. Al abrir la ventana vino a mí ese inconfundible olor a hierba mojada por el rocío, ese aroma inconfundible a lavanda, incluso el olor a estiércol que me inundaba me era agradable en ese momento. Me hizo recordar esos momentos de mi niñez. Echaba de menos el olor de la leche recién hervida, rebosando en la cazuela y recogiendo con la cuchara la nata que se desbordaba de ella.  Corríamos hacia el colegio, mochila en la espalda y canicas, chocando locas, en los bols