Príncipes de barro.




Nos dejábamos caer en el parque de los Arrantzales, un barrio que parecía situado en la cima del mundo, por encima del nuestro, como un nido de águilas, donde íbamos a jugar. Casas del color del rojo óxido, las casa de los pescadores, las llamaban, con su parque de hierro, también rojo. Donde las tardes se escapaban igual que centelleantes estrellas fugaces, efímeras, pero intensas tardes de risas y juegos.
Algunos niños del barrio nos increpaban, intentaban echarnos del lugar, no era nuestro barrio y menos eran nuestras amigas las niñas a las que seguíamos. Nos retaban, cosa a la que jamás nos negábamos, pues éramos los príncipes a los que las princesas esperan mientras descansan tras su torre, tras ese duelo a muerte. Y ahí, en su feudo nos esperaban, nos observaban, queriendo saber si éramos dignos contrincantes y los elegidos para tomar su mano. Éramos la envidia por estar con ellas y lo sabíamos.
Las madres del barrio nos miraban mal, como arpías, éramos el enemigo al que había que expulsar del reino. Tan solo la señora Julia salía a recibirnos en su ventana; una ventana blanca, de madera, con macetas blancas, rojas y verdes (en aquel momento no sabíamos que eran los colores de nuestra bandera, tampoco nos importaba), que estaba situada a ras de suelo. Julia nos contaba anécdotas divertidas y en ocasiones nos ofrecía ricas rosquillas de anís elaboradas por ella. Su ventana olía jazmines y a rosas; a aceite de oliva y a café; a rosquillas y jabón; a limpio, a mañanas de terciopelo y a soledad en el alma. Una mujer que lo había perdido todo, a su marido, ahogado en la mar, y a su hijo, su único hijo, muerto en un fatídico accidente, muerte que se la llevó a ella poco después. Murió de tristeza, una tristeza que impregnó a todos, que ya no regresamos a ese parque, en el que las tardes eran promesas al oído, los veranos se antojaban largos igual que toda una vida de caricias bajo el abrigo, ni regresamos a ese barrio, ni volvimos a jugar con esas niñas, pero la vida siguió, en otro barrio, en otro parque, en otros niños. Dejamos de ser niños (o no), para asomarnos a la cruda realidad. Asomarnos a ese balcón donde soñábamos a ser príncipes, a ser los caballeros que rescataran a su dama. Ahora me asomo a ese balcón y lo que encuentro es ese abismo que me muestra la inmensa distancia que separa al niño del adulto, que no es más que un palmo, lo que hay entre mi corazón, que se esconde detrás de su armadura, y mi alma, que se rebela, que lucha por conseguir a su amada en el campo de batalla.
Hace ya tanto tiempo, que parece otra vida. 

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