Sam y el Gran Danés.




Sam no estaba seguro de si era un presagio, pero si había que cruzar la calle para ayudarlo lo haría, aunque eso significara cruzarla en esa hora punta y atestada de coches que corrían porque llegaban tarde a su trabajo.
Al otro lado de la calle, un perro le miraba distraído con su gran lengua fuera. Un día antes sus padres le habían dado permiso para llevar una mascota a casa y ahora veía a un Gran Danes que parecía perdido. El peligro radicaba en que el perro cruzara la carretera antes de que él lo detuviera, aunque cruzar era un acto de suicidio. Miraba como los vehículos pasaban como una exhalación. Apenas eran borrones de colores que movían el aire a su alrededor. No había un hueco por donde atravesar. El perro pasó de estar sentado a levantarse, parecía querer ir donde él se encontraba. Sam gritó para que se quedara quieto. El perro movió el rabo y comenzó a ladrar.
El tráfico iba en aumento y las probabilidades de no sobrevivir también. Sam se posicionó como un corredor, preparado para saltar a la pista en cuanto tuviera el mínimo hueco y el juez diera el pistoletazo de salida.
El público parecía rugir. Sam lo había hecho miles de veces, era campeón de velocidad entre institutos. Si quería salvar su pellejo y el del perro tendría que batir su propia marca.
Un camión venía tras un par de coches, en el otro carril una moto iba al mismo ritmo que el camión. Iban algo más lentos, esa era su oportunidad. Se imaginó al juez contando: preparados , listos, «Pum».
Saltó, como impulsado por un resorte, por sus manos y sus pies. Imaginó al público aclamándole, levantándose de los asientos, a niños con banderines y manos gigantes. Todo el mundo gritando su nombre.
Tres zancadas y ya estaba en el punto intermedio del primer carril, el camión seguía su marcha haciendo sonar su claxon.
Aplausos desde la grada, marcaría un record dificil de batir. El claxon emitía un pitido ininterrumpido. Ya había superado el primer carril y la moto a punto estuvo de arrollarlo, pasó a escasos centímetros de su cabeza. Un par de zancadas más y estaría salvado.
Lo había logrado, si le hubieran cronometrado seguro que habría batido un record mundial. Alzó los brazos saltando de contento y de pronto se dio cuenta de que el perro ya no estaba en ese lado de la carretera, no sabía cómo había pasado, se situaba donde segundos antes estaba él. Se arrodilló exhausto, estaba agotado y no había conseguido atrapar al maldito chucho. El perro parecía reírse de él enseñando su enorme lengua.
«¿Y ahora?» —pensó Sam—. «Cómo paso yo al otro lado».—Miró hacia su derecha y es cuando se percató de un pasadizo que comunicaba los dos arcenes. El perro pareció entender que lo había averiguado y se marchó saltando alegre. Su dueño lo llamaba.

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