Un acto de fe.





El agua corría a través del grifo sin que Sam fuera consciente de ello. El chorro de agua golpeaba contra los platos amontonados y eso hacía que salpicara fuera. Un gran charco de agua se estaba formando a su alrededor. Sus manos sujetaban con fuerza el estropajo, y el jabón se iba diluyendo al contacto con el agua. Su mente se perdía bajo sus pies igual que el agua. Los recuerdos de la guerra le estaban traicionando, una vez más, y se veía a sí mismo cuando en aquella riada la niña pedía auxilio al tiempo que las bombas y las balas atarvesaban los campos de cemento y hormigón. El agua arrasaba. Los heridos y muertos eran arrastrados por la corriente, junto a vehículos y demás artefactos. Los soldados intentaban asirse a cualquier saliente o tejado, pero si el agua no acababa con ellos lo hacía el enemigo, que desde lo alto de la torre del campanario un francotirador no les dejaba descansar mientras los aviones sobrevolaban arrasando con los que aún respirában. La niña suplicaba y Sam miraba sin poder hacer nada. El agua pronto la llevaría si no actuaba. Se ató a la espalda el fusil y saltó dejándose arrastrar por la corriente. Escuchó un tiro, que pasó rozándole. Pensó que el próximo lo mataría, pero no llegó el siguiente. El tirador se dio cuenta de lo que sucedía y dejó que Sam intentara salvar a la niña. Pronto los demás soldados, enemigos y aliados, se sumaron al acto. Cuando Sam consiguió asir a la niña, fue ayudado por el resto. Todos lo celebraron y se abrazaron. La niña fue puesta a salvo y los soldados se fueron retirando sin decr una sola palabra, poco después la refriega continuó.
—¡Eh, Sam! —le gritó su jefe— ¡Qué coño te pasa, hombre! ¡Mira como has puesto el suelo! ¡Despierta, que los clientes esperan!
Sam seguía mirando el agua, pensando que después de todo, el mundo, la gente, la humanidad no estaba perdida del todo. Alguien, en algún lugar, seguía creyendo en el ser humano, continuaba habiendo fe. Cerró el grifo y fue hacia su jefe que seguía increpándole. Sam se abrazó a él. Sus brazos apenas abarcaban la circunferencia de su cintura y la cabeza de San descansaba en su pecho.
Su jefe no sabía muy bien cómo reaccionar, apoyó las manos en la espalda de Sam.
—¿Estás bien? —le preguntó, en un tono apenas audible. Su fama de hombre duro dejaría de funcionar si los demás lo veían en esa condición.
—Gracias, jefe. Me diste otra oportunidad. Me has salvado de las aguas, aun sabiendo que las balas rozaban tu cabeza.
Sam continuó con su trabajo y Pedro se pasó todo el día pensando en lo que Sam le había dicho, llegó a casa y a pesar de que seguía sin comprender, se abrazó a su mujer y la besó, como hacía mucho tiempo que no lo hacía, y a su hijo; a ambos les dijo que les quería. Eso fue un acto que se fue extendiendo a lo largo del día y del pueblo, como una cadena que no podía romperse, la fe por el ser humano que Sam comprendió en ese momento se expandiría, igual que el agua derramada.

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