Una larga despedida.
La luna brillaba con todo su esplendor, aunque las nubes hacían lo posible por taparla, su luz se reflejaba en el agua.
Remojaba sus pies sentada en las rocas donde las olas rompían con fuerza al llegar y se despedían con un suave sonido que parecían silbar dejando un rastro de espuma a su paso.
Una gaviota ignorando su presencia volaba alrededor, y acto seguido escapaba hasta que perderse de vista.
—No es necesario que te vayas —le dijo ella sin dejar de mirar el reflejo de sus pies en el agua.
Él la miró y acto seguido dirigió su vista hacia el cielo.
—Debes entender que todo sucede por algo.
—No es justo.
—La vida nunca es justa, pero debemos aprender a seguir.
—¿Y nos volveremos a ver?
—No —dijo tajante, porque ella sabía la respuesta.
—No quiero ni puedo dejarte ir.
—Debes hacerlo, es lo mejor para todos.
—Isabel pregunta todos los días por ti. ¿Qué le digo?
—La verdad. Los niños lo entienden mejor que los mayores.
Ella no quería seguir mirando. Él la besó en la mejilla, un beso de despedida. La brisa sopló y la imagen de él se difuminó como el humo de un cigarro. Ella se estremeció.
—¡Te amo! —gritó ella a la noche, que pareció escuchar. El viento se levantó y las moreras dejaron caer sus grandes hojas que se arremolinaron a su alrededor creando una alfombra de ocres colores.
Isabel corrió al escuchar a su madre.
—¿Que haces, mami?
—Despidiéndome.
—¿Despidiéndote? ¿De quién?
Su madre la abrazó y le esbozó una gran sonrisa que la niña le devolvió.
—Del miedo, cariño, del miedo.
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