Miedo, asco, odio.




… La noche transcurre tranquila, eso es lo que Clarisa cree, pero todo está revuelto. Los pensamientos de ella se entrecruzan. El Ambiente está cargado de amargura y tristeza. Los recuerdos, en realidad de nada sirven, pues nos enseñan, pero no nos dan la solución, ni siquiera sabemos si son ciertos o no. Muchos recuerdos están alimentados por nuestros odios, miedos, amores, rencores y deseos, y nuestros cerebro nos muestra lo que queremos ver, lo que deseamos que hubiera sido y lo que un día nos contaron.
Clarisa se seca los ojos y en un acto reflejo se esconde de sus pensamientos, como si su hermano pudiera verlos. Y le cuenta.
El aita, siempre el aita:
Llega borracho. Lo ve venir, lo huele, es el amargo sabor del alcohol el que deja tras de sí. Se palpa, se toca, se mide en miedo y en asco, cuando su mano se aferra a ella. Nota ese aliento a rancio, alcohol y deseo. Siente esa mirada que se escurre dentro de su falda, ese demonio que le llama hija, ese monstruo que se cuela en su cama.
Fue peor cuando su madre murió, fue mucho peor cuando la tristeza les invadió, fue peor cuando nadie había que le parara los pies, fue peor cuando su cuerpo cambió.
Besos, manos que se deslizan por la piel, la lengua, el miembro contra su cuerpo.
¡Miedo, asco, asco, asco… Odio!
Ibai se revuelve cuando ve y siente.
Ibai llora y se lamenta, cuando su cuerpo es el de su hermana, cuando su padre la observa, la aprisiona, la insulta y la viola…
… Ya no ve a su padre como ese pobre borracho, ahora lo reconoce, ahora sabe qué le sucedió a su hermana, ahora ve lo que le sucedió a él tras la marcha de su hermana, ahora sabe, comprende por qué se fue:
Es un niño que no llega más allá de las caderas de su padre. Su padre: un hombre duro donde los hubiera, con la palabra de Dios en cada acto, en cada palabra. Tras él, su madre: con su delantal que no se quitaba, tan solo para ir a dormir, cuando su marido se lo exigía. Una mujer temerosa de Dios y de su marido; las manos en el regazo, la cabeza, su preciosa cabeza con ese pelo rojo y rizado que se tapaba si salía a la calle, sus pequeños labios encarnados y una cicatriz que le recorría desde la frente hasta la oreja izquierda, que se tapaba con el pelo, pero que cuando algo le ponía nerviosa, como en ese momento, lo deslizaba hasta detrás de la oreja con su mano. Nunca le dijo cómo se la había hecho, ahora se lo imagina, lo sabe.
Su madre no se atrevía a levantar la vista. Sus manos se retorcían de rabia y temor bajo el delantal y se balanceaba como si fuera un tentempiés, sin atreverse a abrir la boca, solo esperar que el castigo pasara, que el castigo no fuera también dirigido a ella.
Ibai sabe lo que debe hacer. Se pone de rodillas y comienza su plegaria.
—Padre, perdóname porque he pecado.
Su padre le pone la mano sobre la cabeza, una gran mano que le cubre la cabeza y se la agacha mientras reza con él. Su madre se arrodilla y hace lo mismo. Todos saben lo que deben hacer y lo que viene luego.
El padre se coloca tras él y mientras continúa con sus plegarias se saca el cinturón. Ibai llora, pero no protesta, sabe que es peor. Su madre reza cada vez más alto, no quiere escuchar, no quiere ver, no quiere saber.
Los gritos se ahogan en el sótano de la vieja mansión, donde pasa toda la tarde del domingo entre humedad, frío y ratas, hasta que llega su madre para llevarle a la ducha, lavarle las heridas y acostarle. Su madre esconde las suyas. Él, su marido, le echa la culpa de lo que ha sucedido, ahora debe pagar por sus pecados. Su marido la espera y no le gusta acostarse tarde y más vale que no llegue tarde…

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