Una despedida





… Corre y se refugia en el acantilado, cerca de la mar, donde el río cae en una interminable cascada hasta llegar al agua salada, dejando a su paso una cola de caballo que baña todo el monte que hay a su alrededor, incluido a Sam. Ahí, en un hueco entre las rocas, horadado por el agua, el viento y el tiempo. Se introduce en él y llega hasta un lugar donde la hierba crece alta y el horizonte se presenta ante él, infinito. Su cuerpo se relaja; cierra los ojos y abre los sentidos ante el mundo; se deja llevar y recuerda. Las imágenes vuelven a él:
Ya no recordaba a su madre, apenas tenía la imagen de su cara, era un borrón en su memoria, pero dicen que los recuerdos no son personas, son lugares, olores, sensaciones, sonidos; y era eso lo que le quedaba de ella: ese olor a flores frescas en la ventana, el sol penetrando a través de los ventanales, mientras su madre le contaba un cuento, o le cantaba y él se dormía en su regazo. El aroma a legumbres que lo impregnaba todo; pescado que su padre traía recién capturado; esa canela que echaba en el flan que dejaba reposar en la ventana los domingos por la mañana; la ropa recién planchada y el pelo recién lavado que caía sobre sus hombros y esa sonrisa, que alumbraba toda la estancia, no hacía falta sol para que con su sola presencia la luz lo inundara todo, pero lo que de verdad impregnó todo su ser fue el olor a ese adiós; mantenía su cara sonriente, pero no iluminaba, su cara pálida y su pañuelo, su maldito pañuelo de flores que tapaba su cabeza y que nunca se quitó, hasta que ella vino a llevársela, se la arrebató, y por eso la odió, la odió por haberse ido y haberle dejado solo, pues ella era su única amiga, fue ahí cuando comenzó todo, fue en ese momento cuando su mente se rompió, y cuando olvidó, olvidó quién era su madre y olvidó qué le había enseñado y llegó la noche y los ecos del pasado y el corazón se hizo un nudo en su pecho, pero nunca llegó esa despedida, esa despedida que estaba anunciada y llegó ese olvido que ya no recuerda y ese último suspiro que no consigue olvidar. Porque las despedidas no llegan con ese: «hasta que nos veamos», sino con el último recuerdo de ese amor que se queda en el alma, horadando el corazón hasta que ya no queda nada de él, y ahí se ven juntos, pero distantes y fundiéndose igual que una gota de lluvia rodando por su piel hasta desaparecer y perdiéndose igual que un beso robado a escondidas y meciéndose como se mece el trigo en el campo, como un lluvia de estrellas inundando su destino…

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