La vida le sonreía.





La vida le sonreía, tenía una bonita casa en las afueras, piscina, un pequeño terreno donde pasaba algunos momentos libres cultivando en la huerta, una mujer a la que adoraba, ella había sido su gran apoyo, dos hijos que eran maravillosos, Ana de 23 años y ya independiente, Juan de 26, volaba solo hacía mucho y un trabajo que amaba. Nada podía ir mejor.
Se levantó una mañana mirando al horizonte, ese día el amanecer estaba precioso, las estrellas aún titilaban en el oeste y por el este la tímida luz solar parecía querer asomar. La luna, casi llena, se mantenía en lo alto.
¿Era feliz? Se preguntaba, él pensaba que no se podía pedir más. Como respuesta dos gaviotas sobrevolaron la casa, para minutos después desaparecer en la lejanía. Un velero surcaba la mar dejándose llevar por el viento y un peregrino, camino de Santiago, le saludó.
Miró a su casa con aire triste, su mujer miraba sonriente el móvil, él miró el suyo, un sinfín de mensajes urgentes lo esperaban. Lo apagó. Había tomado una decisión: No volvería a ver ese rincón del mundo.
Os preguntaréis: ¿qué fue de Alberto? La última vez que supe de él no parecía irle muy bien: ya no tenía casa, su mujer le había abandonado y apenas disponía de algo para comer, pero os juro que le vi sonreir.



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