Cuestión de ritmos.




Hay lugares que los sientes y los masticas, el vello se te eriza y de forma instintiva te apartas de ese lugar; te repele, igual que dos imanes con la misma carga. Hay casas por las que no quieres pasar, y si lo haces tu imaginación es engullida como si fuera un agujero negro. No sabes por qué, pero la hierba no crece de forma normal y los arbustos lo hacen de manera desmesurada; a los árboles las hojas se le desprenden y las flores no se atreven a salir; la fauna desaparece y tan solo queda la casa, una casa gris y deforme en la que los fantasmas parecen vivir tristes y enfadados.
Al pasar junto a ella te sientes mal y quieres pasar rápido, miras de reojo y en ocasiones ves algo, como una sombra; prefieres dar un rodeo y no pasar cerca.
Yo me atreví. Me acerqué desafiando a la casa, la miré de frente, la dije que no la temía, que no era más que eso: una casa vieja y podrida, que nada podía hacerme.
Pero el frío era intenso, y el sol desapareció, como si un eclipse la hubiera oscurecido. Todo mi ser gritaba que escapara, que huyera, que desapareciera, pero no quise. Llevo toda la vida haciéndolo: de mis miedos, de mi pasado, de mi futuro, y ya no lo haría más.
Traspasé las puertas, que amenazaban con venirse abajo y la casa me recibió, parecía gritar, como si no esperara que nadie se atreviera a entrar; era algo nuevo para ella, pero nada me sucedió y tras pasar la tarde llegó la noche, una noche tranquila, suave, sin sobresaltos, sin fantasmas ni monstruos que me hicieran desistir, y tras la noche la mañana se presentó llena de luz, de vida.
Había comprendido que hay que dar una segunda oportunidad, que nada es lo que parece, que solo se necesita a alguien que de el primer paso y se atreva a mirar, que todo es cuestión de ritmos, que los corazones se encuentren y se adapten.

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