En el callejón.




…La lluvia había cesado y el frío agua hacía que el calor se disipara. 
Nos pilló desprevenidos, besándonos a escondidas en el callejón Iraola, tras la salida de emergencia del cine con el mismo nombre, donde la luz de su única farola nos hacía casi invisibles, tan solo el reflejo en la acera mojada y en los charcos nos alumbraba, cuando una pareja (eso era lo que yo creía por entonces, que éramos novios), está más indefensa. El chaval me amenazaba con su navaja Mariposa, la manipulaba en el aire para hacerme ver que sabía manejarla y que iba en serio.
Yo miraba al suelo, siempre miro al suelo, y vi sus pies mojados que se reflejaban en un charco, devolviéndome una imagen distorsionada. Él parecía más nervioso que yo. Marta se tapaba la boca, el chico nos había advertido de no chillar.
Lo cierto es que no me impresionaban las armas, igual que tampoco lo hacen ahora. Me dijo que levantara la cabeza y lo mirara. Eso hice.
—Mira mi jeta, chaval, y recuérdala. —Sonreía, pero aunque parecía seguro de sí mismo no lo era tanto. Lo que él no sabía era que yo sí.
—¿Y qué harás luego? —Le observaba ahora. Sus ojos se movían rápido de derecha a izquierda, mirándome a la cara, como intentando descifrar mis pensamientos—. ¿Iras corriendo a comprarte algo de maría y te la fumarás a escondidas tras tu casa?
—¡Qué cojones dices! —Apretaba la navaja contra mi estómago, pero sin llegar a clavarla.
—Corre, que puede que llegues antes que papá, porque si te pilla puede que te pegue tal paliza que ya no te levantes, pero quizá quieras eso, quizá sea la única forma que tienes de poder volver a ver a tu madre. ¿Fue eso lo que la mató? Es eso lo que tú crees. ¿Verdad? Lo veo en tus ojos.
El chico estaba desconcertado. Me estudiaba, intentando adivinar de qué lo conocía, pero no lo conocía, aunque quizá sí, quizá lo conocía porque era mi vivo retrato, o yo sería igual que él si hubiera nacido en otra familia, en otro pueblo, en otro cuerpo. Por eso conocía sus secretos, por eso y porque esa era el mío.
Dio un grito de rabia y me amenazó, colocándome la navaja en el ojo.
—Venga, tío. Hazlo —le reté—. Sé de tus ganas, pero no es a mí, es a tu padre al que quieres hacéselo, pero no tienes los huevos de intentarlo. Yo te ayudo, si quieres. —Le sujeté la navaja por el filo y la traje más hacia mi ojo, al hacerlo la sangre brotó de mis manos y mancharon la navaja—. Yo también lo estoy deseando.
Soltó el arma y corrió llamándome loco. Loco, es la expresión que usamos cuando alguien hace lo que no esperamos, lo que no está bien visto por la sociedad, lo trasgresor, lo que se sale de la norma, lo que quisiéramos hacer nosotros, pero no nos atrevemos.
Marta me miraba, parecía que su cara se había reducido y sus ojos eran lo único visible de ella, como en los dibujos animados donde los ojos de los protagonistas se salen de sus órbitas.
—¿Estás bien? —le pregunté a Marta, dejando caer la navaja a mis pies, y mi sangre se mezcló con el agua creando formas, que en mi cabeza crecieron, hasta cubrirlo todo.
Las lágrimas asomaron en sus ojos y Marta se limitó a correr alejándose de mí, como si yo fuera el que minutos antes estaba intentando hacernos daño, como si fuera un monstruo, ¿y acaso no lo era?…

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