El rumor de las olas.




... Las olas rompen con fuerza contra las rocas y el sonido le relaja aún más, y le gusta, le gusta la tranquilidad que se respira.
Nos sentamos ante el fuego, la mar, el fluir del viento, a escuchar el sonido de los árboles moverse con él, e ignoramos el motivo de por qué nos hipnotiza, de por qué nos relaja, nos estimula, nos inspira.
La naturaleza no repite las sintonías, no hay una ola de mar igual a otra, cada una de ellas estalla produciendo una nota diferente, provocando un cambio en el aire que esparce sus diminutas gotas alzándolas para después caer.
Cada sombra provocada por la llama se dibuja de un modo diferente, el crepitar del fuego son como notas musicales que entonan melodías infinitas.
Los árboles mueven sus hojas provocando innumerables sonetos, palabras de multitud de canciones.
Ninguna de ellas desafina y sus orquestas saben que nota tocar en cada momento sin la necesidad de la batuta de su maestro. Y su imagen jamás se repite, no hay una película más variada e infinita que la de la naturaleza, por eso cuando Ibai cae en sus redes se deja llevar.
Las estrellas, titilan en el horizonte, como diminutos ojos que parecen guiñarle, con la luna menguante siempre sonriente.
—Despierta —la dulce voz de su madre. Aún recuerda esa musicalidad en sus palabras. Las escucha en su cabeza—. Despierta, cariño.
—Hola, ama.
—Kaixo, bihotza. Cómo te encuentras.
Las olas se deslizan apaciblemente subiendo por la suave pendiente de la arena hasta rozar sus pies. Escucha el son de las olas que le transporta hasta esos recuerdos varados en algún rincón de su cerebro.
—Dónde estamos —su madre sonríe y mira hacia la mar mostrándosela con la mano extendida—. ¿Es aquí dónde solíamos venir? ¿Dónde todo ocurrió?
—Sí, cariño.
—Es un sueño, ¿verdad?
—Es tan real como tú quieras que sea. Tú mandas en él.
—Te he echado de menos. Y aunque sea un sueño, creo que no quiero despertar.
—Yo también te echo de menos, cada día, cada momento.
—¿Y qué hacemos aquí?
—Recordar. Tú mismo lo dijiste: Dios nunca juega a los dados. No deja nada al azar. Desde que sucedió el accidente, él sabía que llegaría este momento.
—Y qué quiere de mí.
—Eso lo tienes que averiguar tú, de momento, salvar a tu hermana.
—¡Clarisa! —Ibai se da cuenta en ese instante —. Pero yo no quiero volver, no quiero regresar a ese pueblo. Lo odio, me odian.
—No, cariño, nadie te odia. Además, está Marta, creo que le gustas. Deberías dejarte querer y acercarte a ella. Creo que ha llegado la hora. Me tengo que ir. Es momento de despertar.
—Quédate un poco más, por favor.
—No. Marta está aquí. Es el momento.
La imagen de su madre se difumina, igual que el humo, pasa a formar parte del paisaje e Ibai se queda solo con el rumor de las olas rompiendo contra sus pies.
Ibai siente que a pesar de sentir a su madre, de su amor, algo no anda bien, es la espesura de la noche, que parece atraerle, llevarle hasta ella, como si de un ente oscuro se tratara, le llama y le susurra que puede quedarse, que está invitado. La oscuridad es tan espesa que puede olerse, tocarse. Como un agujero negro que todo lo engulle.
Mira en derredor y lo siente, esos sonidos blancos que la naturaleza nos regala han desaparecido y el firmamento ha dejado de sonreirle.
Palpa intentando adivinar dónde se encuentra la arena. Es en ese momento cuando la figura de ese ser con el cuerpo del (¿¿??) parece esperarle, acechando en la oscuridad, esperando su momento, y es la voz de Marta la que le hace regresar...

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