La vieja mansión.




Es una casa esilo victoriana, que se levanta magestuosa a pesar de los años. Sus tejas grises comienzan a dar diversa vida de flora y fauna. Una ventana sin sus cristales llama su atención al golpearse de forma rítmica: dos golpes fuertes para cerrar, uno para abrir, y cada tres series se quedaba medio abierta, como esperando ser vista y oída: «Plum, plumplum… plum, plumplum…».
La luz del atrdecer incide en ella, y diversas motas de polvo vuelan a su alrededor dibujando la forma de una silueta que parece humana. Lucas se detiene observando. La ventana, en ese momento, se detiene quedando abierta, y la forma se disuelve cuando el último rayo de sol desaparece, y a Lucas le da la impresión de que dicha forma entra por la ventana justo antes de que se cierre de un fuerte golpe.
La última vez que había entrado en esa mansión, era poco más que un adolescente, ahora que roza los 40 ha regresado.
Los fantasmas esperan, ellos no tienen prisa, te persiguen toda la vida, quieren que les escuches, quieren respuestas.
Lucas entra en la mansión. Ya apenas hay luz y enciende la linterna del móvil. Las sombras de los viejos muebles que aún quedan en pie, parecen recivirle, se estiran y escapan, se acercan y le susurran antiguas historias de amigos, que ya no lo son tanto.
La ventana sigue con su ritmo: «Plum, plumplum… plum, plumplum…». El sonido del aire se cuela por la gran chimenea que preside la estancia inferior y parece hablar de dos amigos que un día ya no lo fueron y una pelea que acabó mal. «Plum, plumplum… plum, plumplum…».
Sube la gran escalera para ir al cuarto donde todo sucedió. La casa parece avisar a los fantasmas de su llegada, haciendo crujir la madera de los escalones.
Al fondo, ya en el descansillo, una puerta espera. «Plum, plumplum… plum, plumplum…».
El haz de la linterna apenas alumbra el oscuro pasillo. La puerta está abierta y la ventana deja de hacer ruido: «Plum…» «…».
Entra en la habitación. Las paredes parecen rezumar podredumbre: musgo que atraviesa el techo, humedad acumulada, están negras y parecen caerse, asemejan bocas enormes gritando.
—¡¿Qué quieres?! —escupe Lucas la pregunta al aire, que parece contestar entre susurros, serpenteando entre los muebles.
Echa su cuerpo hacia atrás, se golpea contra la ventana, ahora avierta, y una ráfaga de aire la cierra haciendo que Lucas pierda el equilibrio y caíga al vacío.
La ventana continúa con su cántico, ignorante de lo sucedido: «Plum, plumplum… plum, plumplum…».

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