Resignación.




Siguiendo el rastro hasta la muralla, llego hasta el elevado puente que separa la vida de la muerte.
Tras sus muros la vida transcurre como si el universo no se moviera, pero en este lado la vida se escapa. Niños y ancianos, mujeres y hombres se arrastran esperando a que su final llegue. Ya no hay esperanza para los que nacen, ya la vida pasa de largo en las aldeas y el horror acecha en cada esquina. Muerte es la esperanza de los pueblos, muerte para dejar de sufrir.
Con mi último aliento, tras largas noches de marcha, llego al lugar donde los que mandan campan a sus anchas, ignorando que su pueblo muere, porque a sus amos no les importa mientras sus tripas llenen.
Trepo por el puente y es tanta su arrogancia, que nadie me detiene, pues no han puesto guardias.
Sobre los muros los soldados descansan, duermen gordos y cansados, pues nadie hay que frente les haga.
Llego hasta su rey, que duerme en su cama, de suaves pieles y almohadas; dulces plumas cubren su cuerpo. Sus mujeres retozan con los guardias apuestos, mientras ellos, los que mandan, borrachos de gloria, gordos de joyas, duermen sin sueños y viven sin alma.
Me planto ante él. Espada en alto, los hombros preparados, los brazos tensos, su vida en mis manos… Una pausa.
El pueblo espera, que tras su muerte sus vidas cambien, pero no es su rey lo que les hace infeliz, no son sus señores los que les impiden vivir. Es su sumisión. Se resignaron hace tiempo, se conformaron con los que a mandar vinieron. Sé que tras su muerte otro rey llegará, sé que la vida no cambiará, hasta que el pueblo no se levante, no importa quién mande, sino quién y cómo les dejan mandar.

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