La vieja mansión.




La puerta no estaba abierta, ellos la empujaron. El chirriante sonido pareció sacar a los muertos de la ensoñación.
Los intrusos un escalofrío sintieron, como si de unas manos frías en su espalda anduviera recorriendo. Se sintieron tentados a mirar tras ellos, pero el miedo por lo que vendrá era mayor que el que pasó.
En la penumbra de la sala al atardecer, el incesante silvido del viento les hizo estremecer. Una sábana que se agitó la boca les calló.
La cenicienta luz de una farola les alumbraba. Que no están solos sentían, era la sensación de notar el frío del ánima que habitaba en el interior de la vieja mansión, y a cada paso el suelo quejarse parecía, amenzando con venirse abajo en cada ocasión.
Alguien, alguno de los presentes hizo la pregunta y les retó:
—¿A que no os atrevéis?
Pues el balón con el que jugaban acabó dentro de la vieja mansión.
Uno a uno se adentraron; unos haciéndose los valientes, otros por parecerlo y otros ya no recordaban, pues el miedo les apretaba.
El viento con fuerza la puerta golpeó, y corrieron para abrirla, pero atascada se quedó.
Quisieron saltar por la ventana, mas unas rejas de fuertea acero impedían que por ellas salieran.
Subieron las escaleras y en la premura tropezaron y resonó en las pardes como un trueno.
—¡¿Qué ha pasado?! —gritó el más osado, y una voz salida del inframundo respondió:
—«Asado».
—¡Nos quieren de comida! —Volvió a gritar. Y la casa la pregunta les devolvió:
—«Comida»
Los seis infortunados corrieron escaleras abajo y en el barullo uno resbaló.
—¿Quién se cayó? —Dijo el grandullón. Y la casa respondió:
—«Yo».
Todos mudos quedaron. Los muchachos alterados la puerta golpearon, hasta que esta se desencajó y todos en el sucio barro acabaron.
Corrieron y corrieron y nunca más a la casa molestaron.
Ahora la vieja mansión descansa y sus moradores también: insectos y ratones, o quizá no.

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