Cita a ciegas




El restaurante se encontraba vacío. Me habían sentado en una esquina, frente a una ventana que daba a una plaza triangular. No estaba cómodo y no por la mesa o su situación, sino porque los camareros me observaban esperando quizá a que mi cita fallara y así tener algo de qué hablar.
Era la primera vez que acudía a una cita a ciegas y ella ya llegaba tarde. Miré el reloj por enésima vez para comprobar que no me había equivocado. Quince minutos de retraso no es demasiado, pero sí para que me pusiera nervioso, y para que los malditos camareros hicieran sus apuestas.
La puerta se abrió y todas las miradas se dirigieron hacia ella. Una mujer embutida en un abrigo rojo cruzaba la sala. Sus zapatos de tacones interminables resonaban en la estancia, esparciendo un aroma a perfume caro a su alrededor. Un camarero le sujetó cortésmente el abrigo, lo que hizo que todos los trabajadores allí presentes, incluido las féminas, me envidiaran. Un vestido ajustado envolvía un cuerpo de escándalo. No podía haber tenido más suerte. Todos enmudecieron. Me levanté para ayudarla a sentarse y así presentarme. Me dio dos besos que hizo que casi perdiera la consciencia. A uno de los camareros le falló el equilibrio y dejó caer la bandeja, menos mal que tan solo eran los entrantes, para hacer boca. Enseguida los sustituyeron. La cena transcurría entre risas y miradas furtivas. Todo estaba saliendo de fábula…
Alguien desde detrás de mí me tocaba el hombro. Era el dueño del restaurante.
—¡Señor! ¡Señor! Perdone, creo que su cita se demora demasiado. Y perdone mi atrevimiento, pero creó que se ha quedado dormido.

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