Quimera




...Volvió a mirar hacia el exterior y entre la espesura del bosque le pareció ver unos ojos que la observaban, parecían más los de un animal que los de una persona. Quiso fijar la vista en esos puntos rojos, pero no paraban quietos, en realidad todo se movía. No le dio tiempo a levantarse y todo lo que había ingerido desde que llegó a casa salió con fuerza fuera de ella. Cayó de rodillas mientras vomitaba y en la posición de cuatro patas volvió a vomitar dos veces más. Cuando acabó se dejó caer de espaldas esforzándose en respirar, mientras se limpiaba la boca con el antebrazo y rompía a llorar.
Se forzó a sí misma a levantarse. Cogió el móvil, abrió el WhatsApp y escribió: —«¿quién eres?»—. Esperó y tras unos segundos apareció el esperado: «en línea», y los dos check se tornaron azules, siguió esperando, pero no contestó. Dos segundos después señalaba la maldita hora de la última vez que se había conectado.
Pensó que ya no iba a poder dormir esa noche. Así que se dedicó a limpiar el porche. El haber vomitado le había hecho despejarse, ahora se sentía mucho mejor. Cuando terminó de limpiar subió a su habitación y se tiró encima de la cama sin cambiarse, pensando en volver a ducharse, pero estaba equivocada, el sueño la venció y cuando el sol incidió sobre su cara despertó.
Las sienes le palpitaban con fuerza y apenas podía mantener los ojos abiertos. Era en esos momentos cuando echaba de menos haber dejado de fumar. Lo hizo cuando decidió comenzar a hacer ejercicio. Al moverse se dio cuenta que desprendía un fétido aroma a devuelto y sudor. Ahora sí se duchó, preparó café y exprimió unas cuantas naranjas. Se vistió para salir a correr, pensó que ya era hora de volver a la rutina. Sabía que le costaría un poco, pero en pocas semanas estaría otra vez en forma: «el cuerpo recuerda, aunque te lo hace pagar». Se colocó los auriculares inalámbricos y los conectó a su smartfon. Buscó música que la motivara. Un poco de rock duro, algo de Metallica y AC/DC, le dio al play y los primeros acordes de TNT sacudieron sus oídos y su maltrecha cabeza se quejó, pero a los pocos segundos se amoldó al estruendo.
Corrió cinco kilómetros por la carretera y se desvió por el monte. El camino discurría en rampa bajo los árboles y le proporcionaban una agradable sombra, para dos kilómetros más allá  toparse con una pronunciada pendiente que la llevó hasta los acantilados.
Ya no los recordaba. La mar rompía con fuerza contra las rocas y los riscos, salpicando el aire y perfumando con su aroma a salitre el lugar. Se detuvo unos instantes para respirar y decidir hacia dónde dirigir sus pasos, mientras dejaba que el aroma a mar inundara sus fosas nasales. Decidió dirigirse hacia la derecha, pues la cuesta era pronunciada hacia el otro lado y aún no se encontraba con fuerzas para darse tal paliza. La playa se encontraba doscientos metros más allá, tan solo una pequeña bajada la separaba de ella. Las gaviotas le saludaron y un par de cormoranes se zambulleron al verla, para aparecer unos metros más lejos.
La casa de la playa se dejaba ver al final de la misma. Las sombras del acantilado tras ella la cubrían y le produjo una sensación extraña. Daba mala vibración, lo cierto era que no recordaba que el sol la calentara. Era verdad que no tenía muchos recuerdos, pero su mente tendía a mandarle señales e imágenes oscuras, como si un agujero negro la engullera.
«Estaba maldita», le había dicho Dolores, la mujer del taxi. Según se iba acercando, la casa parecía decirle que no se atreviera a entrar, que no osara despertarla.
Estaba tan concentrada que no se percató de que estaba corriendo por el agua, las olas mojaron sus piernas y empaparon sus pies.
—¡Maldita sea! —gritó al tiempo que saltaba a la arena seca. Se le habían empapado las deportivas y los calcetines. Decidió seguir corriendo, pero hacia casa, cuando recordó que llevaba en la riñonera las llaves de la casa de la playa.
La miró, como el que mira la oscura esquina de la calle en una noche sin luna. Parecía estar esperándola y al mismo tiempo parecía decirle que huyera, que continuara su camino, que allí no pintaba nada, que la dejara, que desapareciera.
Echó un vistazo dentro de la riñonera y tanteó las llaves, como si no estuviera segura de para qué servían. Paseó su mirada entre la casa y las llaves hasta que una nube negra y desafiante dejó caer un rayo en dirección a su casa, como un presagio que le dijera que tenía el deber y el derecho de estar en la casa de la playa. Continuó corriendo mientras la casa se hacía cada vez más grande y más intimidante. Su vieja estructura parecía doblarse y estirarse haciendo crujir sus paredes de madera y a cada sacudida de la tormenta amenazaba con romperse y esparcir sus tripas a la mar junto con las de ella.
Entró decidida, aunque las llaves parecían bailar entre el llavero, encajándose una y otra vez de una manera casi imposible. Cuando al fin se tranquilizó dio una sacudida al manojo y estas también se relajaron saliendo de su jaula. Abrió la puerta más asustada que decidida, pero al entrar todo volvió a la normalidad. Todos esos fantasmas quedaron atrás y la casa parecía invitarle a quedarse, al menos, hasta que la tormenta pasara... 

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