El último aleteo.
Miraba el atardecer, pronto se pondría el sol, dejando paso a la luna. No se cansaba de tan bello espectáculo. No podía imaginar no volver a ver esos ocasos.
Se sentó bajo el almendro, el último árbol que quedaba en la loma, por esa razón estaba tan lleno de vida, era el refugio de pájaros e insectos.
Consultó su viejo reloj de bolsillo; no tenía mucho tiempo. Tan solo quería ver, no sabía si por última vez, ese regalo de la naturaleza.
Cerró los ojos y abrió el resto de sentidos. Lloró por lo que perdía, tantos años de sufrimiento y amor en estas tierras. Toda una vida de dedicación y ahora…
Se levantó, sujetó con fuerza el cayado, besó al árbol y a la tierra y miró hacia el oeste.
—Estoy preparado ¿Y vosotros? —No hubo respuesta. Volvió a consultar el reloj—. Hoy también es tu último día, compañero, ya no me harás falta. —Recogió la cadena girándola sobre la esfera y la introdujo en un hueco del árbol—. Cuando llegue se lo entregas —le habló al almendro. Tampoco hubo respuesta.
La hierba crujía a su paso y la oscuridad parecía hablarle. Al entrar en el bosque le dio la impresión de que los animales nocturnos le acompañaban con sus sonidos, para que no se perdiera, pero él no se perdería, conocía cada rincón de esa espesura.
La ciudad se erguía en la distancia; poco a poco se tragaría toda esa tierra, la que le vio nacer, y le vería morir.
El bosque enmudeció. Ya nadie recordaría aquel lugar, pues el ser más viejo se marchaba para no volver, y es sabido que morimos dos veces: una cuando lo hacemos fisicamente y la otra cuando el último ser que te conoció te recuerda por última vez.
Los árboles cantaban su adiós, los animales enmudecían al sentir su despedida. Hubo silencio en el mundo, cuando él lo dejó, cuando su cuerpo formó parte del río, y las alondras cantaron su adiós.
Pasó el tiempo, siempre lo hace y al margen nuestro es él el que rige nuestra existencia.
La ciudad había llegado al lugar. Y como siempre ocurre, los recuerdos mueren con el hombre, pero un pequeño gesto hizo que algo sucediera:
Fue el aleteo de una mariposa lo que le indicó dónde se encontraba. Aquella mujer se acercó al viejo almendro, que poco tiempo le quedaba para seguir en pie. Construirían un edificio en ese lugar, pero esa mujer reconoció ese objeto. Al abrir el reloj vio una antigua fotografía en blanco y negro de su dueño, su antiguo profesor en el pueblo en el que nació.
La alcaldesa paró las obras. Ese almendro permanecería en pie; en medio del patio de recreo del nuevo colegio.
Comentarios
Publicar un comentario