El peso del pasado.




... Deva se acercó hasta un grupo de tres mujeres y tres hombres que bebían junto a una fogata. Las manos de los hombres se deslizaban bajo los ropajes de las guerreras. Ellas hacían lo mismo. Deva sabía que la noche iba a ser larga para todos, pero debían estar despiertos y despejados llegado el momento, aunque también sabía que muchos no llegarían a ver la siguiente luna, por eso nada dijo y se unió a la fiesta. Ella también necesitaba sentir amor, aunque solo fuera carnal. Necesitaba sentir que estaba viva y sentirse deseada. Una hora y varias cervezas después, cualquiera que hubiera visto al grupo no hubiera sabido dónde comenzaba un cuerpo y terminaba el de otro.
Adrián miraba desde su prisión la escena y deseó formar parte de ellos, así que prefirió cerrar los ojos e intentar dormir.
Pero las sombras del pasado pesan demasiado sobre los hombros y los fantasmas que habitan en esos lugares nos visitan cuando nos perdemos en ellas.
Adrián era un hombre duro, hecho a base de batallas y las cicatrices le crecían profundas en su interior. Cuando de joven fue reclutado era un inocente soldado, pero la guerra fortalece el espíritu, y cuando ves caer a tus hermanos entre gritos y debes abandonarlos tu corazón se vuelve duro como la piedra, tu alma se esconde en el rincón más oscuro de tus pensamientos.
Sueña con su llegada a tierras Galas. Un joven que se hacía adulto a golpe de espada llegaba a un pequeño castro, era un lugar poblado por gente humilde, que se rindieron sin ofrecer batalla. Quisieron llegar a un acuerdo: les darían un sitio donde descansar y comida, pero los soldados no escucharon y los mandos estaban borrachos de las victorias conseguidas, qué importaba un grupo de salvajes, qué importaba si algún soldado se aprovechaba de una mujer, niña o niño. Al fin y al cabo era un derecho y una parte del pago. Todo soldado tiene derecho al disfrute.
Nada quedó tras la incursión. La aldea quedó arrasada y con ella Adrián. él también formó parte de todo ese desastre, por no hacer nada, por no impedirlo. A menudo se decía a sí mismo que nada hubiera podido hacer, pero no era más que para engañarse, para no caer en la desesperación, pues no sería la última aldea ni las últimas violaciones realizadas por su legión. Aprendió a mirar para otro lado.
Años después, regresó a Roma. Allí se caso, pero el deber lo volvió a llamar. Él quería quedarse y formar una familia. Llevar una vida más tranquila, lejos de guerras y batallas, pero se lo negaron. Era un buen soldado, decían, y le privaron de todo contacto con su mujer. Entre las sombras del camino y las mareas rojas fueron marcando su carácter. Se fue llenando de profundas cicatrices.
Su rostro se cubrió de llanto. Se maldijo y deseó estar muerto, aunque una parte de él sabía que ya había perecido en aquel bosque gris y sombrío donde las flechas casi acabaron con su vida. Los dioses lo querían vivo, pero ya había pagado su pecado. Y en ese mundo que transcurre entre la realidad y los sueños se juró a sí mismo no pasar de esa contienda. La venganza la dejaría en manos de los dioses... . 
(Muerte y Victoria – II) Lazos de sangre. 

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