En el silencio de la noche.





En el silencio de la noche, Aitor se despertaba sobresaltado: ¿había sido un sueño, o había escuchado algo? Anne, su mujer, dormía profundamente en el sofá, igual que él segundos antes, y en el televisor se veía a una presentadora anunciando productos milagrosos. «Llame ahora», decía un cartel bajo ella y un número de teléfono aparecía parpadeante, pero el sonido estaba tan bajo que no era capaz de escuchar lo que decían.
Lucas meneó a su mujer para que despertara. Anne emitió un casi inaudible sonido gutural.
—Anne —la llamó. Apenas se escuchó y Anne no reaccionó—. Anne —volvió a insistir. Esta vez con más ímpetu. La zarandeó tanto que Anne se asustó.
—¡Pero qué haces! —protestó—. Ya te he dicho que me dejes dormir. Que aquí duermo y en la cama no puedo.
—No es eso —le dijo él, colocando su dedo en los labios para que no gritara.
Señaló con su mano a la planta de arriba. Durante unos segundos ninguno dijo nada, permanecían en silencio, esperando algo.
La madera volvió a crujir. Aitor se imaginó un gigantesco tiranosaurio Rex izándose sobre las dos patas, y que segundos después el techo cedería sobre ellos aplastándoles.
El techo volvió a crujir, y esta vez con más fuerza, se dirigía hacia la escalera y fuera quien fuese lo verían aparecer en cualquier momento.
Anne intentó levantarse de la butaca reclinable, pero su cuerpo estaba entumecido debido a que llevaba mucho tiempo en esa posición y a que, como decía ella, no se puede llegar a vieja. La espalda se le quejó, las piernas se negaban a obedecerle.
Aitor, por su parte, tampoco estaba mucho mejor y la artritis no le dejaba echar muchas carreras. Entendió que era lo que su mujer pretendía hacer. Llegar hasta el teléfono, que descansaba junto al televisor, que como un aparato inútil emitía una luz azul, que decía que se había quedado sin batería. Se maldijo por no haberlo puesto a cargar. Cada noche, antes de irse a la cama, igual que hoy, tras dormirse en el sofá, lo ponía a cargar. Nunca le había hecho falta y no le daba importancia al hecho de tenerlo cargado. El teléfono de Ane sufría la misma suerte.
Las pisadas en el piso de arriba eran cada vez más fuertes, como si ese T. Rex estuviera saltando o corriendo. La lámpara del techo tembló, cayeron trozos de pintura de la escayola.
Anne le había dicho mil veces que había que pintar, pero Aitor siempre buscaba una excusa.
El T. Rex se detuvo, de golpe, y ahora parecía arrastrarse, pero tan pesado que acabaría por aparecer atravesando el techo.
El techo parecía ceder. El sonido era inaguantable, como si miles de termitas estuvieran devorando la madera.
Sabían que en cualquier momento aparecería por la escalera y no tendrían escapatoria.
La casa comenzó a ceder. Crujía, temblaba, se desquebrajaba. Los cuadros comenzaron a descolgarse, temblaban y saltaban en sus alcayatas, y todos los Pongos que les habían ido regalando sus amigos y familiares corrían precipitándose al suelo, estallando en mil pedazos. Irónicamente, Ane pensó que le hacían un favor, no tendría que limpiarlos. Aitor casi agradecía lo que sucedía. Una excusa para deshacerse de esos regalos indeseados.
El sonido cedió de golpe y la casa se mantuvo en silencio, como si nada hubiera pasado, hasta que todo estalló de nuevo cuando escucharon los pasos correr hacia la escalera.
Aitor, en un último esfuerzo, ayudó a levantarse a su mujer que se abrazó a él.
—Ahora no, mujer, tenemos que escondernos.
Anne apenas se mantenía en pie. Aitor la ayudaba a moverse, le dejó el bastón que él usaba. La rodilla le crujió y Aitor pensó que si salían de esta su pierna no sobreviviría. Era como si le clavaran un puñal en la rótula. Anne intentaba ir más deprisa, pero entre la artritis en la rodilla y la cadera, le era imposible dar dos pasos seguidos sin descansar. Aitor tiraba de ella, se trasladaban a través del piso arrastrándose más que andando.
La casa se desmoronaba y el T. Rex avanzaba, bajaba las escaleras y, según lo hacía, estas estallaban en mil pedazos.
Consiguieron llegar bajo la escalera, se escondieron en las sombras. Aitor sentía latir su pecho con tanta fuerza que creyó que su corazón estaba intentando escapar. Anne no podía respirar, su jadeo despertaría a los muertos, pensaba.
El monstruo ya no hacía ruido y ellos temían ser oídos. Lo escuchaban avanzar despacio, hacia el salón, cada pisada era un agujero en el suelo de madera, las astillas saltaban a su paso.
Aitor comenzó a contar, entre paso y paso, dos segundos, y sujetando a su mujer avanzaban aprovechando cada pisada.
Así llegaron al dormitorio, donde estaría su otro teléfono fijo. Descolgó, para comprobar que no había señal.
Se tumbaron en la cama. Estaban exhaustos, se abrazaron esperando que ese ser los encontrara, cuando escucharon que se dirigía hacia ellos.
La puerta estalló en mil pedazos y solo pudieron dar gracias al cielo por haberles dado tantos años de felicidad juntos. Su corazón se detuvo, justo cuando el monstruo desapareció. La casa ahora era un remanso de paz y sin señales de violencia…

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