Caperucita feroz





Escucho en silencio mis propios latidos, de noche el silencio puede ser ensordecedor, y sobre mi pecho danzando los ecos de un sueño. Hace mucho que no tengo ilusión que las noche son largas y oscuras, que los atardeceres  en grises y tristes y las mañanas largas.
Recorro las noches para que se hagan cortas y de día intento dormir para así engañar al hambre.
Las sombras se alargaban en la transición de la tarde a la noche. Me senté junto al lago con la esperanza que algún monstruo de río me tragase mientras descansaba, pero los monstruos ya no existen y los ríos están vacíos y fríos como mi estómago y mi corazón.
Ya pasó muchos días con sus largas noches desde que salí de mi casa y mi vida. Ya todo terminó, ni se acordará de mí, pero yo no puedo olvidarle y cuanto más me alejo de mi amado más cerca estoy de él. Sé que todo terminó, sé que ya no volveré a mi casa, sé que mi hogar ya no existe, sé que mi vida ya no me pertenece, sé que moriré de melancolía y de hambre por culpa de mi maldición.
El río trae sonidos de sus habitantes y algo más, el sonido de la madera al quejarse, como si alguien pisara sobre tablones a punto de quebrarse. Una luz, una tenue y lejana luz.
Al otro lado del lago una frágil luz se balanceaba y parecía caminar sola, daba la impresión de andar sobre las aguas, en un principio Arantza pensó en una luciérnaga frente a ella, luego se dio cuenta que la luz provenía de más lejos. Decidió acercarse para ver que era.
La noche no estaba precisamente iluminada, las estrellas y la luna habían decidido taparse con nubes y el camino entre las plantas que crecen a las orillas de ríos, lagos y pantanos impiden el paso ágil. Apenas si podía caminar con tantos arbustos y plantas, el barro impedía que pudiera correr y tampoco quería asustar a nadie. al fin llegó a una zona más seca y pudo observar una casa, una especie de cabaña en medio del lago la que se accedía a él por una pasarela también de madera, en medio de ella un hombre joven miraba a lo lejos, parecía esperar algo, o a alguien; portaba un farolillo, que más que ver parecía que fuera para que le vieran.
El hombre era fornido y alto.
Arantza decidió dejarse ver, era guapo y estaba solo y ella tenía hambre, se acercaría con cuidado, para no asustarlo.
Comenzó a balancear el farolillo y el sonido de un carruaje se escuchó en la lejanía, Arantza se escondió, más por instinto que por miedo.
A los cinco minutos un carro tirado por cuatro caballos llegaba hasta el camino de madera, se paró y bajó un hombre corpulento y muy alto, demasiado alto, nuca había visto un hombre así. el gigante se acercó al hombre y le dijo algo, fueron hasta el carruaje y sacaron a dos mujeres maniatadas y amordazadas. Parecían campesinas.
Una vez que el hombre alto se marchó Arantza fue hacia la casa. Cada paso en la pasarela, era un crujido y parecía amenazar con partirse algún travesaño.
La cabaña apenas tenía luz, no acertaba ver lo que ocurría dentro; limpió con la mano los cristales para poder ver, daba la impresión que nunca los habían limpiado, puso las manos a ambos lados de la cara y la arrimó a la ventana y justo en ese momento el farolillo asomaba con la cara del hombre. Se asustó, le había visto. Alejandra se sobresaltó y se quedó sentada de espaldas a la casa entre jadeos. Corrió agachada  y escuchó como se abría la puerta de la casa.
El hombre se extrañó al ver a una mujer vestida como salida de un cuento. Un vestido hasta los pies, con una capa también larga y una caperuza roja.
- ¡Eh! Caperucita roja, ¿quién eres, qué quieres?
- Lo siento, no pretendía nada. - Se disculpó Arantza. - Tan sólo buscaba algo que meterme en la boca.
- Pues aquí no hay nada, márchese antes de que sea tarde.
- ¿Por qué dice eso? ¿Acaso volverá ese gigante y me hará algo? ¿Le tiene miedo? ¿Quién son ésas mujeres? - En ese momento se escucharon gritos dentro de la casa.
- Yo no puedo salir de aquí.
- ¿No le dejan? Yo le ayudaré. - Fue hacia él y el hombre se retiró hacia atrás.
- Es él, ya está aquí. - Dijo señalando hacia el camino. - Debería haberse marchado cuando podía. Ahora ya es demasiado tarde.
Arantza miró hacia él, no lo había oído llegar, y ahora no tenía salida, no había forma de salir de esa casa, tan sólo por la pasarela de madera o a nado. El gigantón se fue acercando.
- ¿Quién es usted?
- No te tengo miedo grandullón.
- Tú no lo entiendes. - Dijo el gigante. - Será tu  perdición.
- ¡Tengo hambre! - Gritó Arantza. - Y aunque no se vea, hay luna llena.
El hombre de la cabaña se acercó por detrás y la inmovilizó.
- Bien venida a la casa del cazador, caperucita roja.
El gigante fue hacia ella y en ese momento caperucita comenzó su metamorfosis, y de una dulce y tierna joven su cuerpo se transformó en una joven y bonita loba. El hombre la soltó al ver al monstruo y de un salto destrozó el cuello del gigante cayendo este al agua y ahogándose.
- ¡Solo quedas tú! - Dijo la loba. - ¡Y tengo hambre!
Por una vez el lobo se comió al cazador.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El mundo a mis pies.

Soy yo.

Las cloacas del mundo.