El hombre vestido de Armani. (1°).





Las luces de neón bañaban la habitación. Echó un vistazo al reloj de mesilla y su penetrante luz amarilla parecía decirle que no era hora de levantarse; aun así, hizo caso omiso a la advertencia —las tres de la mañana era una hora tan buena o mala como cualquier otra, si una se siente sola y el calor y las moscas no te dejan dormir.
Abrió la ventana, una ventana vieja y de madera en forma de guillotina, que la hizo encajar en la zona superior con un pasador metálico, y salió al exterior. Se sentó en el alfeizar con los pies colgando, dejando expuestas sus largas y delgadas piernas. Se había dejado puesta la peluca color azul cuando llegó a casa. Se había quedado dormida con ella. Se la quitó y la arrojó  encima de la cama. Se deshizo de los ganchos para sujetar el pelo y dejó libre su mediana melena negra. Echó un vistazo a su reloj de pulsera; las tres y doce minutos. Giró su cabeza hacia la izquierda. En unos segundos aparecería —Era como un puto reloj—. Ahí estaba. El hombre del traje negro, le llamaba. Un negro de metro noventa y músculos para regalar, vestido de Armani, totalmente negro.
Al pasar bajo ella la miró, como siempre, parecía saludarle con la mirada. Jamás se habían dirigido la palabra, y seguramente seguirían así por siempre si fuera por él, pero esa noche ella decidió romper ese acuerdo no escrito ni hablado.
—¿Qué tal ha ido la noche, amigo? —No sabía por qué razón había echo tal cosa, además de ser una pregunta tan absurda. Él la miró, como si fuera la primera vez que la veía. En un primer momento no contestó y a Lima, así la conocía todo el mundo, le incomodó su forma de observarla, parecía estudiarla, inconscientemente se tiró de la camisa que usaba para dormir, para taparse las piernas, que hizo que sus pechos resaltasen en ella. Puso su mano para taparlos y en segundos la apartó, al darse cuenta que eso hacía que el hombre de negro se fijara más, si cabe, en ella.
—¿Quién le ha dicho que he terminado la noche? Quizá comience el día —su voz era muy grave, más de lo que le gustaba, parecía una voz salida de ultratumba, daba miedo, al principio pensó que había sido una broma, una gracia, pero no le vio reírse ni mostrar un mínimo de humor en su cara.
Lima esbozó una leve sonrisa que se le fue apagando a medida que el intruso se marchaba —estás muy bueno, pero eres un poco gilipollas—. Pensó, para un segundo después, y de nuevo sin razón y si saber por qué, añadir:
—Que te vaya bien el día, pues —el hombre de negro no se digno si quiera a contestar, ni tan siquiera se volvió, si lo hubiera hecho hubiera visto como Lima le hacía una peineta— .Y yo, que hubiera follado contigo sin cobrarte —dijo con voz lastimera para sí—. Lástima, tú te lo pierdes.
Cuando estaba dispuesta a acostarse de nuevo, vio algo que le llamó la atención, un par de tipos parecía seguir al hombre de negro. No parecía haber visto a Lima. Quiso advertir al hombre de negro, pero este giraba en la esquina de la calle y lo perdía de vista. Los dos hombres seguían su ruta.
Lima pensó en entrar en la habitación, pero entonces supo, que quizá no le daría tiempo de avisarle, que sería demasiado tarde, así que sin pensarlo se dejó colgar de la ventana, no estaba demasiado alta, una ventaja de vivir en un primer piso. Cayó al suelo rodando sobre su cuerpo, estaba descalza por lo que al hacerlo sus pies se quejaron. Corrió todo lo que pudo y al torcer la esquina se tropezó con algo que deseó no haber presenciado. El hombre de negro estaba repartiendo leña a los dos tipos, pero se ensañaba con ellos de tal forma que quiso decirle que parara. No se atrevió y se escondió tras la esquina. Se agachó, y escondida observó la acción. Ya estaban reducidos, pero él no paró, continuó golpeándoles, golpe tras golpe, de uno a otro y cuando ella creyó que ya no seguiría, cogió un cuchillo de grades dimensiones que yacía en el suelo junto a uno de ellos y les cortó el cuello.
Lima, apunto estuvo de gritar, se tapó la boca con las manos para no hacerlo. Volvió a mirar y el hombre de negro parecía poseído, no dejaba de acuchillarlos, a pesar de estar ya muertos. Cuando terminó, se acercó hasta un coche estacionado allí mismo, abrió el maletero e introdujo a los dos hombres. El hombre de negro giró su cabeza de derecha a izquierda para ver si le habían visto e intuitivamente Lima se escondió —¿La había visto?— No lo sabía, pero no se quedaría para averiguarlo.
Fue entonces cuando cayó en la cuenta que, al bajar tan precipitadamente, se había olvidado de coger las llaves.

Continuará….

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