El hombre vestido de Armani (2°)





Corrió todo lo que pudo y se escondió tras un coche. Se agachó y miró bajo las ruedas. Esperó durante unos minutos que se le eternizaron, no sabía exactamente cuanto tiempo había permanecido en esa posición hasta que quiso incorporarse y se dio cuenta que le dolían los pies y las rodillas. Las malditas piedrecitas de la calle se le habían clavado en ellos.
Era ahora, tenía que echar a correr. Miró hacia su ventana. Estaba alta, pero creía poder alcanzarla, sólo tenía que recordar sus años de atleta. Habían pasado ya unos cuantos, pero cuando la situación lo requiere el cuerpo tiene la habilidad de recordarlo. Se levantó y corrió  todo lo que pudo sin molestarse en girar para mirar; tres últimas zancadas perfectas, digna de lo que antaño fue, una campeona. Salto perfecto, incluso se dijo que había superado su propio récord, suelen decir que el cuerpo humano es capaz de realizar hazañas, en estado de estrés, que normalmente nos parecerían imposibles y, así había sido en ese instante, Lima voló más que saltar, cualquiera que la hubiera visto lo hubiera jurado. Su cuerpo se estiro más allá de toda comprensión física y mental, y su mano se aferró al alfeizar de la ventana, luego estiró el otro brazo y en una perfecta dominada se izó, como si de un felino se tratara. Se metió rápidamente en la habitación y desde detrás de las cortinas miró, ahora sí, hacia donde se suponía que estaría vigilando el hombre de negro —nadie, no había nadie observándola, pero él sabía dónde vivía, para qué se iba a esforzar en seguirla, incluso podría estar ahora mismo subiendo por el portal—. Corrió hacia la puerta y esperó. La luz no se encendía, aunque eso tampoco significaba nada, podía subir perfectamente sin encenderla. Pegó la oreja a la puerta para escuchar cualquier ruido. Durante dos minutos permaneció en esa posición.
—Te estás emparanoiando —se dijo—. Puede que no te haya visto. Es lo más seguro.
Regresó a la cama. Se tumbó mirando hacia el techo con las manos entrelazadas tras su cabeza, fijó la vista en el techo allá donde las luces rosas, azules y blancas de las lámparas de neón, dibujaban símbolos imposibles con los que ella jugaba a darles forma. Normalmente eran animales o seres mitológicos, como un grifo o un unicornio, pero esa noche, en el imaginario de Lima, habían dado paso a una figura humana. Ya no había colores, se habían fundido en un negro absoluto y desde la pared la vigilaba.
Una araña se deslizaba por un fino hilillo que iba confeccionando; Lima dio un manotazo apartándola. El arácnido cayó sobre la mesilla y corrió hasta esconderse tras el despertador. De nada le sirvió, Lima utilizó dicho aparato para matarlo. Estaba decidida, no podía esperar más. Tenía que llamar a la policía.
Se sentó en la cama. La ventana la llamaba. Las cortinas volaban libres hacia el exterior, atraídas por el aire cálido y pegajoso que se había levantado.
Poco a poco fue hacia ella —¿y si el hombre de negro le esperaba en la calle?—. Cabía esa posibilidad, pero tenía que mirar, no podía esperar a que la atacara. Se fue acercando despacio. No había nadie bajo su ventana. Fijó su mirada en la dirección donde se habían producido los hechos y le pareció ver que la punta de unos zapatos asomaban en la esquina —¿era cierto o era, también, producto de su imaginación?
Cogió el móvil dispuesta a marcar el 112, pero no se fiaba —el tipo seguramente escaparía y no sabía quién era, tan sólo sabía que era negro y vestía de Armani—. Deslizó por encima de la pantalla del teléfono el dedo índice sin llegar a tocarlo y tras unos segundos...
—¡A la mierda! —dejó caer el móvil en la cama—. ¡Joder! En qué coño pensabas. Si aparece por aquí la pasma y les da por enredarte, y seguro que lo harán, hay muertos de por medio. Me investigarán y verán a qué me dedico, bueno no hay más que verme y echar un vistazo por la puta habitación. Pondrán toda la habitación patas arriba, y ¡joder! Algo verán, aunque esconda el Perico, siempre quedan rastros, pasarán sus putos polvos por todo y me lo pillarán. Esos jodidos maderos no se fiarán de una puta que vive como una millonaria en un barrio de mala muerte, pero por otro lado está ese tipo, aunque ahora no aparezca, lo hará, que no te quepa la menor duda. Si no es hoy, mañana volverá a pasar por debajo de tu ventana, ¡puta chiflada! —Se decía.
Se asomó a la ventana, pero no había nadie. Se relajó. —Tarde o temprano tendrás que echar un vistazo a la calle— se dijo.
Hacía mucho tiempo que no se mordía las uñas. Fue un acto reflejo, cuándo quiso darse cuenta ya había devorado la del índice de la mano derecha. La escupió y se maldijo.
—Échale ovarios —se dijo en voz alta—. Para eso necesito un poco de farlopa —abrió el armario ropero, se agachó. Levantó un listón dispuesto en el falso suelo y extrajo una bolsita de coca. La abrió y con la navaja que llevaba siempre encima, tanto para eso como para su defensa, cogió con su punta un poco de cocaína y la esnifó. Con los dedos pulgares e índice se presionó la nariz en repetidas ocasiones al tiempo que aspiraba por ella. Volvió a dejar la bolsa dentro, cerró el falso suelo y el armario—. Es tu momento.
Se asomó a la ventana y no vio a nadie. Miró a través de la mirilla y, nada. La abrió con cautela. El aire en el portal estaba más denso de lo que esperaba. Cálido y húmedo, pero se percibía viciado, como cuando alguien respira cerca de ti y sientes su aliento. Era un aire espeso y maloliente. Parecía corroído por algún tipo de ser venido del inframundo. Se quedó parada, no se atrevía a darle al interruptor de la luz y descubrir que alguien se escondía tras las sombras. temía ver al hombre vestido de Armani, pero debía hacerlo. Se armó de valor y con un rápido golpe encendió la luz, mientras con la otra mano amenazaba con su arma a la nada.
La farlopa comenzaba a producir el efecto deseado, pero no lo suficiente como para bajar la escalera sin miedo. No podía vislumbrar qué había a la vuelta, el maldito ascensor, que ella no podía utilizar, le tapaba la visión. Respiró tres veces y se lanzó escaleras abajo y de pronto, la luz se fue. Se quedó plantada en medio de la oscuridad, comenzó su ascenso lento, no veía nada, si alguien pasaba la mano por delante sus ojos no sería capaz de ver nada. Notó el aliento en su espalda. Era él, lo sabía, estaba pegada a ella, su única oportunidad era ser más rápida que él. Giró la navaja en su mano y lanzó el brazo hacia atrás, pero tan sólo cortó el aire, sin embargo, continuaba sintiendo su hedor en el ambiente, no podía dejarse atrapar así, pero hacia dónde ir, la oscuridad era total y podía estar tanto delante de ella como detrás y no podía permanecer quieta toda la noche o hasta que algún vecino encendiera la luz, si es que funcionaba, porque se había apagado muy rápido, puede que el hombre de negro la haya apagado.
—Un momento —se dijo—. Si ha sido él el que ha averiado el encendido debería estar abajo o delante de mí, ya que el cuadro eléctrico está abajo— esta vez atacó al aire delante de ella y fue subiendo de espaldas las escaleras hasta llegar al descansillo de su casa. Dio enérgicamente en el interruptor y, nada, no funcionaba. No quiso arriesgarse y volvió a entrar en casa. Dejó las llaves encima del cenicero que tenía en la entrada y comenzó a dar vueltas por la habitación. Empezaba a ponerse muy nerviosa, las pulsaciones se le habían acelerado y comenzaba a sudar y no sólo por el calor, sino porque la situación se le complicaba y se le escapaba de las manos. Cogió el móvil. Sólo había una posibilidad y era llamar a la pasma, aunque eso no le gustara. Dio al botón de encendido y la pantalla no se iluminaba, lo pulsó durante un rato y esta se iluminó. No recordaba haberlo apagado. Unos segundos después, el teléfono le anunciaba que no tenía batería. Se maldijo y lo conectó al cable que yacía suspendido en el enchufe de la mesilla. Se había olvidado de cargarlo cuando llegó.
No se cargaba. Movió el cable dentro del móvil, como si eso le sirviera para algo, pero la maldita señal de que se estaba cargando no llegaba. Lo desenchufó de la pared y probó en otro enchufe, nada. Fue hasta el interruptor situado en la entrada y le dio en repetidas ocasiones. La luz se había ido en todo el edificio —¿o el señor Armani la había cortado?

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