el Pacto del hombre muerto.




Amanece y el rocío cubre mi piel y aunque el sol se ausentó, la brisa trae el recuerdo del sur en sus venas cubriendo mi desnudez. El aire saborea las gotas que cubren mi cuerpo. Los pájaros vuelan hasta mí alegrándome con sus cánticos. Aves, ardillas, zorros, erizos, ciervos y hasta insectos llegan para saludarme. El musgo crece libre y se confunde con el ocre color de las hojas de este otoño que se adelanta.
Me gustaría ser fuerte para poder escuchar la dulce melodía de unos labios que se escapan. Recuerdos de una tarde lejana.
Hoy quiero ser libre y dejarme llevar por el viento. Para cruzar el mundo, protegido por las nubes.
Hoy desperté de este letargo para poder alcanzar la luna, para saciar la sed del navegante, para morir una y mil veces en este mundo errante.
Juré ante mis reyes y gobernantes que mi cuerpo no descansaría hasta que el último de los asesinos dejara esta tierra y pagara por lo que me hizo.
Triste juramento el mío, triste y complicado, pues por cada uno que mato, en este mi peregrinaje, me es más difícil cumplir con el pacto, pues yo me convierto a mi vez en un asesino ingrato. 
Mueren príncipes y sabios; mueren mujeres y ancianos; niños y soldados. Mas cada vez que mato, un nuevo pacto de sangre me une a esos bastardos. Otros juran a su vez acabar con mi vida, pues ese es su deber.
Ellos, en su agonía, me obligan a continuar con mi juramento y hasta que no mate al último de los asesinos no podré descansar en esta mi tumba. Y así, día tras día, me levanto, viéndome obligado a cumplir con ese juramento y tan sólo descansaré cuando yo muera, y mi cuerpo se pudra bajo tierra. 
¿Mi alma? Bueno, esa es otra guerra.

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