Keltoi – La promesa de Esgàire.




Fragmento del capítulo 8° de mi nuevo proyecto. 

... En la lejanía, un grupo de soldados Celtas, comandados por un monstruo llamado: Fearchar Seaghach, destruían un poblado Keltoi. Lo arrasaba. 
Un trueno llamó la atención de Fearchar. Su caballo se levantó sobre sus cuartos traseros y relinchó. Fearchar intentó tranquilizarlo. Fijó su vista hacia el desfiladero y un relámpago iluminó lo que parecía una legión romana con sus «cohors» en cabeza.
Fearchar sonrió. Tenían trabajo. Si algo le gustaba era cortar las cabezas de esos soldados traidores a sus padres. Jóvenes que se enrolaban como tropas auxiliares en la legión romana, dispuestos a morir por alguien que ha matado a su familia. 
A Fearchar no le gustaba la gente. Odiaba a todo el mundo, pero odiaba más a los débiles de cuerpo y alma.
Escupió en el suelo y levantó su mandoble. Un rayo cayó cerca de él, derribando un viejo roble y, una minúscula chispa brotó hacia su mandoble, lo que hizo que sus soldados al verle pensaran que él había generado ese rayo y el terror se esparció como un racimo entre sus pobres mentes.
Tanto él como su caballo lo sintieron. Miró a sus hombres y vio la duda reflejada en sus caras. Cosa que aprovechó.
—Todos lo habéis visto. Nuestro Dios, «Candamo», nos protege y nos exige sangre. Él nos llevará a la victoria. Nos esperan días de gloria y riquezas. 
Sin ni siquiera mirar hacia una mujer que estaba de pie junto a él, mientras uno de sus soldados la sujetaba, giró su mandoble y de un sólo golpe le cercenó la cabeza, que rodó hasta situarse bajo las patas delanteras de su caballo. Este, saltó sobre ella y, la aplastó.
Las cabezas que lucía en su caballo, a modo de trofeo, parecían asustarse ante tal imagen y se agitaban con el convulsivo movimiento del caballo. El aire se llenó de un fétido olor a sangre y vísceras, cosa que le gustaba.
—Descansaremos hoy aquí. Recogeremos provisiones y recuperaremos fuerzas. ¡Peadair! —llamó a un soldado—. ¡Quiero a la mayor furcia que encuentres y me la traigas! —El soldado enseño una boca a la que le faltaban todos los dientes en una sonrisa forzada y corrió hacia un grupo de mujeres a las que violaban para, a continuación, matar.
Pedair se acercó a Fearchar, arrastrando del pelo a una mujer. Ésta escupía insultos al tiempo que le maldecía.
—Ésta, mi señor, será de vuestro agrado —el soldado amenazaba con su espada a la mujer obligándola a arrodillarse—. Se la he reservado. Es una estúpida «banfáith», que no hace más que maldecir a los hombres.
Fearchar tranquilizó a su caballo, se apeó de él y se lo pasó a Pedair, mientras con su mandoble levantaba la cabeza de la mujer. 
—Juro, bruja, que si no te callas te cortaré la lengua para que sirva de comida a los gusanos. Luego te mataré, igualmente, pero antes pasarás por las manos de todos mis hombres. Incluso mis perros darán buena cuenta de ti.
La mujer miró desafiante al gigante. Parecía no tener miedo. Incluso se diría que esperaba la muerte. Escupió sobre el mandoble y le dijo:
—Escrito está…, 
»Que de las manos más pequeñas… 
»La muerte en forma de espada te llegará… 
»Ardiente es el destino que me espera…
»Pero peor será tu castigo…
»Pues un ser que ya no pertenecerá a este mundo…
»Con tus vísceras dará de comer a seres del inframundo…
»Yo…
No terminó la frase. De un golpe, con el mandoble, separó su cabeza. Pedair, sin pensarlo, y actuando por instinto, le dio una patada y esta cayó sobre las brasa de una hoguera, que ya amenazaba con apagarse, avivándola de esa manera. Pedair se quedó mudo ante la imagen, pues la banfáith lo había vaticinado. Miró asustado a su amo y nada se atrevió a decir. Él lo miró a su vez y con la mirada le advertía que nada emitiera por su boca, que no se atreviera a abrirla.
—Tráeme otra furcia como ésta, y yo te prometo, Pedair, que no amanecerá para ti. 
Pedair corrió como alma que lleva el diosa «Ataecina» y se tocó, más por instinto que por recordatorio, el amuleto que pendía de su cuello en forma de hacha de doble filo, símbolo del Dios del trueno y la guerra, «Candamo», algo que él pensaba que le protegería de todo mal.
Por primera vez una sombra de duda corrió por la mente de Fearchar. Era temeroso de los dioses y quizá con su acción les había enfurecido. Había matado a una banfáith, y eso los enfurecía, según tenía entendido, pero por otra parte, ¿cuántas veces lo había hecho? Muchas, y aún seguía en pie.
Candamo pareció reaccionar y un racimo de rayos cayó sobre los campos. Los truenos fueron espectaculares, resonando como nunca los había escuchado. Su caballo relinchó y tuvo que calmarlo para que no escapara. El cielo parecía abrirse y partirse en dos y la lluvia se intensificó tanto que el suelo más que barro se convirtió en un inmenso lago, que parecía cubrirlo todo.
Fearchar intentaba mantener quieto a su montura, en cualquier momento lo derribaría. Un fuerte olor a ozono inundó sus fosas nasales y otro racimo de rayos cayó cerca de ellos. Maldijo a los dioses del inframundo y fue en ese momento cuando vio reflejado la silueta de un hombre en la lejanía, parecía observarlo, esperarlo. Su caballo se alzó y le faltó poco para derribarlo, cuando se calmó volvió a mirar hacia donde segundos antes se encontraba aquella figura y nada se veía en ese momento. También era cierto que la lluvia era tan intensa que apenas se podía ver algo más allá de veinte metros, a no ser que un relámpago alumbrase el páramo, pero en su mente se arremolinaban las palabras de la mujer, y la duda se instaló en su cabeza.



Como un escalofrío, una sensación de peligro, recorrió el cuerpo de Esgàire. El vello se le erizó y cada poro parecía decirle que el Ser al que esperaba estaba cerca. Que le observaba y lo sentía. El cielo y sus dioses parecían hablarle. Por momentos creyó escuchar al padre de todos decirle, que no se atreviera a desafiarle, que su fin estaba ahí y que su alma ya le pertenecía. Si osaba retarle lo pagaría, pues la vida es efímera, pero la muerte es eterna y si no se atiene a sus obligaciones lo pagará en ella. Un buen soldado sabe que tras la muerte puede existir una nueva vida, una reencarnación, pero es el Dios de todos el que dispone de la última palabra para que así sea, y que depende de lo que haga en esta vida, así será su tránsito por el Otromundo en el reino de los muertos...

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