Santuario.




Estaba más cerca del Otromundo que de este. Había sufrido profundas heridas y tras la batalla no había vuelto a ponerse en pie y menos aún había cogido la espada. No sabía si podría sujetarla y pelear con ella.
El guerrero zurdo, Rolando, se encontraba caído frente al enemigo. Su ejército había sido derrotado y ya no quedaba esperanza. 
Caminaba bajo la lluvia, sin prisa, recordando lo que le había llevado hasta ese lugar, ese santuario, sabedor de que en la batalla no hay lugar para lamentaciones ni miedos. Un guerrero debe serlo hasta más allá de la muerte. 
Avanzaba con sus oscuros pensamientos. Sabiéndose solo. El barro le impedía seguir. Se deshizo de su armadura y dejó a un lado a su montura.
Un recuerdo se pierde en su mente. En ese santuario yacen los ancianos de su pueblo, los que dieron la vida por ellos. Parecen decirle que no vale la pena, que ellos ya no siguen entre los vivos, que espere a reunir fuerzas.
Escrito está que pertenecemos al lugar donde nuestra alma clama y donde nuestro corazón encuentra la calma. 
En esa, nuestra mar, mar de sentimientos descontrolados, mar fuerte y salvaje, mar de olas insuperables, donde nuestra conciencia rompe y como las rocas las olas las deshace; deshace secretos y mentiras; recuerdos que se clavan en nuestras retinas y nos las devuelve con la luz de un rojo amanecer. Escrito está en nuestro corazón el camino a casa.
Desecha esos oscuros pensamientos y a la última contienda se enfrenta. Ya no hay fe por lo que llegará. Mira al cielo y un claro parece alumbrar su camino y con él, su destino.
El rayo de esperanza le alarga su brazo y él lo sostiene mientras grita y avanza.
Una sonrisa cruza su rostro y el soldado enemigo se extraña:
—«Cómo un ser que todo lo ha perdido sigue su camino y no se rinde ante mí. El rey del mundo conocido».
Lanza un ataque con su espada, el rey lo para y con un simple movimiento de muerte lo alcanza.
Mira al soldado caído. Sus ojos parecen sonreír, su mirada es limpia y su cara evoca paz.
Cae una última gota y por su mejilla rueda, y un último recuerdo llega hasta su corazón enfermo: el de su amada, y el de su tierra, a él se aferra y en él su alma descansará eterna.
El enemigo llega con sus antorchas para quemarlo todo y el rey del mundo conocido habla.
—No toquéis a este soldado. No queméis su santuario.
»El que su vida da por los suyos, merece un respeto. Un monumento levantaréis en su nombre y lo custodiaréis y acabaréis con el que ose profanarlo.

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