El laberinto.




La lluvia había regresado, y con ella, el viento. Las hojas volaban libres y eran arrastradas por las gotas. El paraguas se me fue cargando de agua y hojas, pero era incapaz de ladearlo para deshacerme de ellas. Quería salir del laberinto, cosa complicada, pues era la primera vez que acudía a él y no conocía bien el trayecto que había tomado. 
Llegué hasta un kiosco en medio de lo que suponía que sería el centro, era pequeño y de madera, pensé que sería buena idea cobijarse de la lluvia hasta que escampara. 
En el lateral sur, unas escaleras daban acceso a su interior y justo frente a la escalera un paraguas parecía abandonado, era un paraguas rojo de mujer, parecía muy antiguo, pero bien conservado. Este se movía en círculos debido al viento.
Era extraño que alguien dejara tirado un paraguas en medio del laberinto con la que estaba cayendo. Lo sujeté y me lo llevé hasta el centro del kiosco. Cerré el mío y observé el paraguas de mujer. Era nuevo, o al menos lo parecía. Un paraguas pequeño y fino, con un mango revestido de cuero. Lo plegué, y lo até. Miré en todas direcciones, pero no había nadie cerca. Pensé que sería buena idea colgarlo por si su dueña aparecía. Vi un saliente en el reposamanos de la escalera y allí lo dejé.
El tiempo pasaba y la lluvia no cedía ni la dueña aparecía. El paraguas danzaba al ritmo que el viento le marcaba, golpeando en ocasiones con fuerza. Lo observé como hipnotizado durante largo rato y al levantar la vista, pues los ojos reclamaban cerrarse, vi la figura de una mujer que parecía salida de un cuadro gótico, estaba completamente empapada, pero no se movía, solo observaba el paraguas.
—¿Es suyo? —Con esa pregunta absurda quise comenzar la conversación, cosa que no funcionó—. Debería meterse aquí dentro. —La mujer no hacía ademán ninguno, solo observaba, como esperando algo—. Le prometo que no soy peligroso, solo soy un caminante que ha entrado buscando refugio.
La mujer levantó la vista. Estaba pálida, me recordaba a esas antiguas damas de los cuadros.
»Acerquesé, por favor.
La mujer se fue acercando, parecía temerosa, así que me alejé lo más que pude y esperé. Ella sacó el paraguas del reposamanos y dio un casi inaudible gracias, pero seguía sin sonreír y su cara no reflejaba mueca alguna. Entonces me miró y me habló.
—Me he perdido, creo que no sé salir de este laberinto.
—Creo que ya somos dos, señora —dije queriendo hacer una gracia, pero ella seguía sin expresar nada en su cara—. Podíamos intentarlo juntos —se me ocurrió de pronto—. Dicen que cuatro ojos ven más que dos.
Me fui acercando con cautela, no quería que se asustara. Coloqué mi antebrazo para que se agarrara a él y tras unos segundos ella se sujetó colocando de una forma muy suave su mano en mi antebrazo. Apenas notaba que ella lo sujetaba, así era de delicada. Comenzamos el descenso, abrí mi paraguas y quise taparla, ella se dejó dándome las gracias.
—Yo llegué por ese lado —apunté señalando el lugar por donde había aparecido—. ¿Le parece si probamos por el lado contrario?
La mujer dijo sí con un movimiento de cabeza. Iba a ser un viaje largo, pues no le sacaba más de dos palabras seguidas. Yo seguí hablando y a ella parecía gustarle mi conversación, o al menos lo disimulaba, cuando nos dimos cuenta volvíamos a estar en el mismo lugar de donde habíamos partido.
Comenzaba a desesperarme, creía que nunca saldría de ese lugar infernal.
—Hagamos una cosa —Le dije—. Usted espere aquí. Así, cuando encuentre la salida será más fácil dar con usted. —Me miraba asustada, no quería quedarse sola—. No le pasará nada, se lo prometo, volveré a por usted.
Me fui con un mal presentimiento y con la culpa por dejarla sola, pero andar con ella era retrasar la salida, era muy lenta. Miré hacia atrás y la vi en el kiosco con la cabeza gacha.
Corrí todo lo que pude, dejando pistas, rompiendo ramitas de lo altos setos y tras un muy largo paseo, ahí estaba la salida. El vigilante del parque miraba su reloj, pues ya era hora de cierre.
—Ya iba a entrar a buscarle, señor —me dijo— Mucha gente se pierde y hay que ir a buscarlos.
—Sí, la verdad, es complicado, ahora debemos ir a buscar a una mujer que se ha quedado dentro.
—¿Una mujer, señor? No me consta en las entradas que haya nadie más, pero si usted lo dice será cierto. Vayamos pues.
Llegamos hasta el kiosco, pero no había nadie.
—¡Le dije que esperara! —Dije enfadado, más por mí, por haberla dejado sola que por ella, al fin y al cabo era ella la que estaba perdida.
Tras varias vueltas por el laberinto no dimos con ella.
—Quizá se marchó —dijo el vigilante—. Es lo más provable.
Al salir vi varias láminas de retratos antiguos colgadas de la caseta de entrada. Entonces observé algo que me llamó la atención. La mujer del paraguas rojo estaba en ella.
—Es ella —dije asustado.
—Imposible, señor, esos retratos son de los señores de este palacio, es de cuando crearon el laberinto. Se pintó a principios del siglo 19.
Me quedé atónito, no podía explicarlo, pero era ella, de eso estaba seguro.
»¿Sabe, señor? —Continuó hablando el vigilante—. Hay una vieja leyenda que cuenta que, en un día lluvioso como el de hoy, la señora se aventuró en el laberinto. Cuentan también que nunca apareció, tan solo su paraguas rojo. Todos pensaron que su esposo la asesinó allí dentro. Algunos dicen que su cuerpo aún sigue ahí y que su alma deambula intentando salir y que no dejará de hacerlo hasta que alguien la ayuda, pero claro, son bobadas que cuentan para atraer al público, aunque nunca se sabe, ¿Verdad? Usted la ha visto.
El vigilante se echó a reír y me despidió con un: —«hasta la vista».
Sé que la historia que me contó era lo que la leyenda dice, Así que desde entonces vuelvo al lugar en los días lluviosos de invierno.



 

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