Nunca te abandonaré.




Aquel atardecer, mientras saboreaba la que sería mi última taza de café frente a la ventana, miraba caer la lluvia sobre el cristal. El calor de la habitación, avivado por la chimenea, hizo que apareciera el corazón que dibujó con nuestros nombres. Apareció ante mí para recordarme lo que un día fue, mejor dicho, lo que pudo haber sido.
Una silueta se reflejó en el cristal. Quise saber si era cierto lo que mis ojos veían. Con la palma de la mano limpié el corazón dibujado, pero una vez más era una imagen retenida en mi retina que me había engañado.
Es la lluvia y sus fantasmas atados a los recuerdos, que como una telaraña se enredan y se pegan a la memoria, en retazos en blanco y negro.
Surgiendo en cada esquina, igual que una mala hierba que por mucho que intentes deshacerte de ella siempre surge. Cada invierno, cada día que una imagen, una canción, un aroma o una noche de soledad la haga revivir, y es porque aunque nos haga sufrir es ese momento lo que nos hace seguir adelante.
Nos dicen que no es bueno recordar momentos que nos pongan tristes, pero es lo único que me queda de él. Y es en ese infierno en el que me siento viva.
Elegí seguir aquí, pude haberme ido, pude largarme, rehacer mi vida, pude escapar y no mirar atrás, pero decidí esperar.
El cristal se volvió a empañar debido a la condensación y el corazón volvió a resurgir, como resurge su fantasma cada lluviosa tarde de invierno.
El fuego en la chimenea crepitó con fuerza. Miré hacia él y, una vez más, vi formarse una imagen.
—Dime —hablé a la tarde y sus fantasmas—. ¿Qué debo hacer?
De las paredes de la vieja cabaña escaparon los lamentos de la madera, que luchaba por sobrevivir, igual que yo, un invierno más. Cerré los ojos y lo vi, nos vi, abrazados, jurándonos amor eterno. Que como una maldición me siguió, pues eso fueron las últimas palabras que recuerdo de él, y tras ese beso en el que nos uníamos, la Dama negra vino a buscarle. Me lo arrebató, como el que quita un juguete a un niño, a la fuerza y sin previo aviso. Se apagó, igual que una vela, pero nunca se fue, sigue aquí, entre estas paredes, en mi mente vieja y enferma.
Ahora, espero que tras la tormenta, llegue otra más, para así poder verle, para poder estar con él y volverle a jurar, una vez más, que nunca lo abandonaré. 

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