El viaje.




Qué locura. Había decidido coger el autocar, que me llevaría muy lejos. Sin pensarlo, no quería arrepentirme. Dejaba atrás: mi familia, mis amigos, mi trabajo…, mi vida. Miré al cielo en un último acto de ver si alguna señal divina o humana me decía que no se me ocurriera, pero no hubo nada. Abrí el móvil que yacía en mis manos mudo, como si el mundo hubiera sucumbido a un ataque nuclear. Nadie se acordaba de mí, cómo no desaparecer de un mundo que ya no me pertenecía, cómo no huir del silencio que ensordecía mis pensamientos, cómo no escapar de…, nada. No era nadie. 
El conductor me observaba, como el que se encuentra ante una aparición. Me miraba sin verme. Era un fantasma para él. Pasé a su lado y me dirigí al asiento. Nadie se fijó en mí. Al fin y al cabo eso era lo que pretendía al huir, que nadie supiera de mí. Comenzaría una nueva vida.
El autocar se puso en marcha y vi pasar el paisaje, y con él toda mi vida, la carretera transcurría cada vez más rápido. Un millón de imágenes se agolpaban, sonidos, olores y sensaciones. La vida son recuerdos, igual que nosotros, queda lo que dejamos en los demás.
Dicen que morimos dos veces; una físicamente y la otra cuando la última persona que nos quiere se acuerda de nosotros por última vez.
Hay un vacío en el tiempo, tiempos de espera, tiempos que se pierden. Tiempo que se mide en eternidades, eternos segundos de espera y una efímera vida. Esperamos que pase el tiempo, deseando que lleguen momentos, momentos que pasan sin que nos de tiempo a vivirlos.
El mundo gira y pasa el tiempo, nosotros pasamos, pero el tiempo se queda y nuestros recuerdos con él.
La sombra del tiempo se alarga y es larga nuestra espera. 
Mas todo llega. Vivir es una victoria en el tiempo, una historia del cuerpo, tan solo nuestro recuerdo es eterno, mientras que la vida eterna tan solo dura un rato.
Comencé a pensar que quizá solo fuera eso, un recuerdo. Y pensé que me gustaría ser el feliz recuerdo de alguien. Me dio por pensar en los míos, en la familia que ya no vería, los que se habían ido y los que se acordarían de mí cuando ya no estuviera.
El autobús llegaba a su última parada. Tenía miedo y no sabía por qué. El chofer me miraba. Era mi parada. La puerta se abrió y lo que vi me asombró. Era mi hogar, había regresado. Dirigí la mirada al conductor. No comprendía. Me sonrió y me invitó a bajar:
—Aún hay gente que te echa de menos.
—¿A mí? —le dije. Estaba confuso.
—Sí, amigo, todos tenemos a alguien en nuestro corazón. Somos lo que damos. Tú diste más de lo que recuerdas. Disfruta del viaje.

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