El odio.




—¿Y qué sucedió? —El niño se sentaba junto a su padre, observando las montañas que se extendían hasta donde la vista alcanzaba.
—Lo cierto, hijo, es que ya nadie recuerda lo que pasó. Mi cabeza ya no es lo que era y lo último que recuerdo era estar, como estamos tú y yo ahora, con mi padre.
»Más allá del horizonte, el monte acariciaba nuestra estrella y se la llevaba. Los supervivientes de la batalla acudían cada noche para reponer fuerzas. —«De noche no se lucha»— decían. Las mujeres preparaban sus ungüentos, y acudían con sus alimentos, mientras los niños y ancianos ayudaban.
A mí me gustaba sentarme con mi padre y él me iba instruyendo en el arte de la guerra. Me contaba de esos encuentros, de las batallas y de cuando las tribus se unían para hablar, parlamentar y decidir, pero algo sucedió, más allá de lo que hombres y mujeres recuerdan, algo que hizo que el odio creciera en el alma de nuestras tierras, y ese odio se extendió, como un río cuando se desborda, y envenenó mentes, pasando de padres a hijos, y de estos a los suyos.
—¿Entonces? —preguntó el muchacho mientras afilaba la espada de su padre—. ¿Nadie sabe por qué luchamos?
—Ya vienen —interrumpió el hombre al chico—. Debemos prepararnos para la batalla.
—Padre. No me has contestado.
El padre colocó el peto al muchacho, y mientras se levantaba ayudando al chico a levantarse, le dijo:
—Nadie, hijo. Porque el rencor y el odio hay que expulsarlo, porque cuando no se saca se hace grande, crece igual que la mala hierba, y aunque nadie recuerde cuál es el porqué, ese odio se queda a vivir dentro.
—Pero yo no odio a nadie, padre.
El padre acarició la cabeza del niño y le contestó:
—Lo harás, no lo dudes, cuando yo no vuelva.

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