La muerte vestida de gala
No cabían más sueños en esa luz que anunciaba la penumbra donde las pesadillas les alcanzaban. Sombras que se acercaban, como monstruos de la barbarie que llegaba.
El silencio recogía esas palabras que un día lanzaron, sin importarles si se quedarían clavadas en su alma, o si con ellas enterrarían al que un día fueron, ni la lluvia más fina, ni el mayor de los temporales limpiarían sus corazones, ya sucios y maltrechos, donde un día les dieron besos y esparcieron las caricias ensuciando de mentiras su cuerpo.
El sol atravesaba los pétalos de la flor, que atraída por el cálido aire se esforzaba en levantarse, sin saber que eso que le llamaba era la muerte vestida de gala.
Viejos suspiros que envolvían llantos de soledad, que ahogaban mares de otoño y de inviernos de fría tempestad.
No importaba dónde lloviera, de nada valía el corazón del trovador, si la muerte llegaba con el alba.
La lluvia arrastraba lamentos de padres e hijos, la muerte alcanzaba al que con ella se cruzara y del viento un grito desgarrador se escuchaba tras las montañas, que acallaba el sonido de los escudos contra las espadas.
El prado de rojo teñido, el cielo negro como el carbón y tras el llanto del niño, el grito del soldado sonaba desgarrador.
Aves y bestias se repartían el festín. Sonaron las trompetas y la batalla llegó a su fin, más la muerte se repartía por el valle y los soldados que sobrevivieran no llegarían a ver la luz del sol.
Rieron los demonios, los dioses a sus creyentes se repartieron, los señores volvieron con sus amantes y los soldados velaron a sus compañeros, para que nada les faltase.
Un nuevo día se alzó, como la batuta de su comandante.
—¡Soldados! ¡En pie! —gritó—. ¡Por la libertad, por nuestra tierra, por el rey!
Los soldados obedecieron.
El viejo se preguntó: ¿cuándo llegaría su hora, pues ya cansado se sintió?
El joven quiso dar la vuelta, pues las piernas fuerzas ya no tenían, pero su cuerpo no obedecía y la batalla regresó y con ella la muerte le llamó.
Entonces todos: jóvenes y viejos, mandos y soldados, compañeros y enemigos, recordaron.
Ese sol de verano que les invitaba a respirar, donde la mar era parte de la soledad, donde las sonrisas eran ajenas y la paz era la que alcanzaba el corazón en la distancia de ese laberinto que era la vida y la muerte era lo que no deseaban.
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