La diosa sin alma.




 Quisieron callarla, desmembrarla, apagar su luz, y durante un tiempo lo consiguieron, mas la eternidad es larga y su sombra deambuló por mundos sin nombre y por soles sin brillo, hasta que cansada regresó. En un rincón de su alma una luz habló, y susurró su nombre y el nombre de los que un día la despojaron de su alma. Tras el arcoíris, una luna se reflejó, y su luz hambrienta de vida la atrajo hacia el abismo de los desamparados. Sintió un nuevo amanecer, y el clamor de las olas en su cuerpo resonó. Soplaron nuevos vientos que la alzaron como a una diosa a la que aclamar, el mundo la desearía y de sus cenizas brotaría una nueva vida. Llegaron venidos de otras tierras, para ver a la nueva señora. Nuevos días de paz y de luz en un futuro incierto, lleno de temores a un nuevo cambio, el tiempo pasa lento y tras el cristal las nubes se alejan y el sol y su odio la cegó. La tierra dejó de girar, resurgiendo entre mares, surcando olas en los corazones del hombre. Pero algo no estaba bien, algo faltaba, y aunque su odio palideció, el amor en su vida no floreció. Moldeando su alma la vieron, resurgiendo cual sirena, volando como los ángeles, proclamando amor; pero no era amor lo que los demás veían, no era paz lo que ellos sentían, no era vida lo que de su vientre surgía, ni siquiera sentían odio ni envidia, lo que su pueblo veía era un ser que se estremecía entre el rencor, la nostalgia y la amargura. Su alma se fue y nunca regresaría. Su vida se consumía y nadie, ni el más bravo caballero, pudo consolarla en las noches más largas. Una noche, mientras a la luna hablaba de sus penas sin que esta la consolara, miró al suelo y una niña la sonreía y una margarita le obsequiaba. La mujer le preguntaba si ella miedo no tenía. La niña sonriendo le dijo que no, pues el meido trae consigo la soledad del alma. Una mariposa vieron volar los que por allí pasaban; algunos dijeron que era el alma de la diosa que a su cuerpo regresaba.

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