La estación de invierno.




Se sentaba en el andén, mientras esperaba la llegada del tren.
La fina lluvia cubría su rostro y al cobijo de la noche su cuerpo no era más que una ilusión.
No hacía más que intentar robar un poco de tiempo, un tiempo que llegaba sin retraso, que no esperaba y en ese andén su cuerpo se marchitaba, mientras la lluvia en su cara camuflaba sus lágrimas y el tiempo que en ella se reflejaba.
Sonó la sirena y el tren pasó sin detenerse y la sombra de la Dama cubrió la de él.
Suena la última señal, y el viejo reloj no cede su paso y en la estación los caminantes siguen, solo él se queda para esperar el próximo tren.
Lágrimas de soledad inundan el andén, que caen sobre su equipaje, como pétalos de una flor que muere sin haber visto el sol.
Suena en la estación la señal y otro tren parte sin esperar. Yacen, inmersos en la ciudad, los corazones hambrientos mueren en soledad. Y lejos, muy lejos, está la multitud que, deseosos de abrazos, lamen sus propias heridas.
Es el lamento de los amantes, que mueren en esas calles, perdidos entre miles de sombras errantes.
La Dama y su sombrero se alejan del caminante. Sus manos se rozan sin poder tocarse y en la penumbra del vagón, se esfuma, igual que el humo, el cuerpo de su amante.
En un esfuerzo por no perderla, libera besos, que se pierden entre las sombras de la estación de invierno.
Llueve en la vieja estación, y entre las sombras del andén, el alma del caminante espera, que en el próximo tren, regrese la Dama, para poderla ver, una vez más, aunque la eternidad le cueste.
Sombras que se pierden en el tiempo, es lo que verás, si en una noche de lluvia, esperas en la estación de invierno a que pase el tren, que se lleva a la Dama y su sombrero.

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