Cyaram Mèin. El soldado sin alma. (VI).




Mientras, los asesinos Pretorianos, con un grupo importante de soldados, arrasaban las aldeas a las que llegaban. Los pobres campesinos no tenían ninguna posibilidad, hasta que llegaron a Pendía. En el poblado vivían numerosas familias. Habían escuchado que unos soldados se dirigían hacia ellos y se prepararon. Entre el grupo estaba Cromwell. Un antiguo soldado Celta. Se reunieron antes de su llegada en la plaza.
—Sólo tenemos una posibilidad —les animaba a hombre y mujeres—. Ellos son superiores a nosotros y poseen mejores armas, pero no esperan que les hagamos frente. Atacaremos  sin previo aviso, cuando yo os diga, y en cuanto os vuelva a dar aviso, nos retiraremos. No os puedo prometer la victoria, pero si no atacamos nos matarán igualmente. Coged cualquier cosa que pueda servir de arma, los que no la tengáis —así se hicieron con azadas, palos que convirtieron en lanzas, hachas y horcas.
Cuando los soldados llegaron vieron a un grupo de ancianos atemorizados que los esperaban. bajaron de sus monturas dispuestos a matar, si no recibían información sobre el hombre que buscaban. Fue en ese instante cuando Cromwell dio el aviso. Los campesinos corrieron lanzando gritos para amedrentar al enemigo. Habían pintados sus cuerpo desnudos, igual que hacían sus soldados y lanzaron su desesperado ataque.
Al principio los pilló de sorpresa y se vieron acorralados, pero eran hábiles soldados y repelieron el ataque. Las lanzas de los soldados se clavaban sin piedad en los cuerpos sin armadura. Espadas ensangrentadas esparcían vísceras y los cuerpos mutilados se retorcían pidiendo la pronta muerte. Algunos campesinos consiguieron escapar e incluso Cromwell salió victorioso, había conseguido reducir a Adrio Macri, Un fornido guardia Pretoriano.
Se enfrentó a él colocándose de frente y señalándole con el dedo índice, luego con su dedo pulgar se señaló el cuello de lado a lado. Adrio lanzó un gruñido y fue directo hacia él, con su escudo por delante y amenazando con su espada por encima de este. Cromwell, que era conocedor de las técnicas guerreras de los Romanos, hizo lo que no esperaba, corrió hacia él mientras gritaba, y en el último instante, frenó con su pierna izquierda, pivotando sobre sí mismo, y quedando en el lado derecho del atacante. Su espada corta entró con facilidad bajo la axila, al llevar este la mano alzada con su espada, justo en el hueco que dejaba al descubierto la armadura. Adrio vio la suerte de cerca, al menos por el momento, cuando Cromwell alzaba su espada para rematarlo y los suyos acudían a él. Cromwell se vio obligado a dejarlo con vida y escapar de una muerte segura. Los pocos campesinos supervivientes corrieron ante la llamada de Cromwell, desapareciendo en la espesura del bosque. Entonces, la guardia Pretoriana desistió. No quisieron entrar en él, sabían que allí no tendrían la menor oportunidad, les esperaban en una emboscada.

Si algún soldado Celta odiaba de verdad a los Romanos, ese era Crewe. Hijo de una mujer violada y asesinada por soldados Romanos. Creció y fue adiestrado en el arte de la guerra por unos extranjeros venidos de Oriente. Fue feliz hasta que esos bastardos llegaron para arrasar con toda la aldea. Consiguió escapar y juró venganza.
Había reclutado a unos cuantos Celtas con ganas de sangre y poco que perder, sin familia conocida y sin banderas ni amos. Ahora se apostaban en un pequeño castro semiderruido en alguna batalla.
El grupo de Romanos, con la guardia Pretoriana a la cabeza, se resguardaban de la lluvia en carpas. Cuatro lanceros vigilaban el perímetro.
Crewe se acercó a su perro y le hizo una única señal. Era clara. Señaló con su dedo hacia el campamento y lo soltó. Corrió pendiente abajo sin emitir ruido alguno, los otros tres perros lo siguieron. Los lanceros no los vieron hasta que llegaron a la luz de las antorchas, para entonces ya era tarde. Los soldados Celtas entraron, estos sí, llegaron gritando, espadas en mano, saltando sobre los soldados, que descansaban sin sus armaduras.
Crewe entró con dos espadas en la mano, un antiguo estilo oriental que había perfeccionado. Las dos armas en su mano parecían aspas de molino, que cortaban y se clavaban sin piedad. Iban dirigidas a las articulaciones. Se deslizaban sin piedad en rodillas y codos, cortando tendones, para rematar entrando en los cuerpos retorcidos de los soldados, que sólo eran capaces de escuchar el sonido de las hojas cortando el aire y su carne, fffiiiihhsss, zzzzassshhh. Un hombre que no paraba de moverse y unos soldados que encontraban la muerte antes si quiera de haberse dado cuenta que eran atacados.
El primer frente no tuvo posibilidad y el resto quisieron defenderse contra fantasmas, ya ningún Celta quedaba cerca al que hacer frente, tan sólo había un grupo de Romanos agonizantes al que había que dar muerte, ya no había salvación para ellos.
Los Celtas, ahora lejos de los Romanos, saltaban y canturreaban su victoria.
—Crewe —se acercó uno de sus hombres—. He oído que alguien está reclutando soldados dispuestos a matar y morir, si es necesario, por estas tierras y por su Rey.
—Estoy dispuesto a matar, pero no por un hombre, ni siquiera por un Rey, pero si alguien me necesita, mataría por el placer de hacerlo. Siempre que sean Romanos.
—¡¡¡Quién se apunta a degollar Romanos!!! —Gritó Crewe.
Todos rieron alzando sus armas. y corearon su nombre:
—¡¡¡Crewe!!!, ¡¡¡Crewe!!!, ¡¡¡Crewe!!!
Y como si el aire llevara esos gritos en la madrugada, un Rey, postrado en un viejo catre, se erguía con las primeras luces del alba y clamaba lo que era suyo.


Mientras, Apolonio, esperaba que llegaran noticias de Roma. Julio Cesar le había prometido tierras y muchos Denarios, pero antes tenía que acabar con las guerrillas que no dejaban de causarle problemas.

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