Mis cinco muertes











Podíamos estar horas hablando, podíamos mirarnos sin decirnos nada, que el tiempo pasaba sin apenas darnos cuenta; un día con ella era un suspiro. Su sonrisa, su forma de mirarme, su gracia al hablar, era única. No he conocido a nadie igual. 
Eran finales de los años setenta y aquel verano sería el ultimo de mi alocada adolescencia. A partir de aquel verano nuestras vidas cambiaron para siempre.
Sentados en el suelo, apoyados contra la pared de la pescadería mirando al mar, los chavales tiraban las cañas y algún sucio corcón picaba el anzuelo, para acabar en el mar otra vez. Los barcos iban llegando mientras las gaviotas nos anunciaban quién traía las bodegas llenas. El atardecer es realmente hermoso y más cuando eres joven y enamoradizo.
Nos levantamos, María había decidido pasear. Tenía algo importante que decirme y quería estar a solas.
Agradecía la brisa proveniente del mar, siempre me ha gustado. Agarrados de la mano dejamos atrás las pescaderías. El viejo Ron, un pastor alemán, nos vino a saludar moviendo la cola. Ron había pertenecido a la familia, pero se había hecho muy grande para un piso de 80 metros. Y mi padre decidió regalarlo a un estibador que a la vez lo dejó en el muelle al cargo de los edificios. Tan sólo a mí me dejaba pasar y así atravesávamos los muelles sin ningún problema ahorrándonos mucha caminata.
—¿De qué querías hablar?
—Veras, llevo mucho tiempo dándole vueltas, no sabía cómo decírtelo, pero nos volvemos a casa.
—¿A Brasil? No puedes hacerme esto. No te vayas, no por favor.
—¿Y qué hago? Sabes que yo no quiero irme, qué hago yo allí, si no conozco a nadie y, además, yo no quiero dejarte. No volveremos a vernos y solo pensarlo...
La besé, no quería que llorase, no lo soportaba y yo estaba a punto de hacerlo también.
—Quédat conmigo, se lo diré a mis padres y te dejarán quedarte.
—Sabes que no puedo hacer eso.
—Sí que puedes
—No puede —decía mi madre tajante—. Estás loco, no me puedo hacer cargo de una niña que no es mía y sus padres no querrán, es normal.
—Os odio, no tenéis ni idea.
Ese último verano decidimos que si no nos íbamos a ver más nos despediríamos a lo grande. Haríamos el amor y sería el momento que recordariamos para siempre. Fuimos a nuestro rincón, al lugar que siempre habíamos soñado, donde por primera vez nos besamos y reconocimos nuestros cuerpos, cuando no eramos más que unos niños, nuestro faro, en medio del acantilado, donde nadie podía vernos, con las gaviotas como únicos testigos de nuestro pecado. Fue la primera vez para ambos.
Ese último verano fue la primera vez en muchas cosas. Por primera vez nos emborrachamos, por primera vez fumamos marihuana. Eso fue lo primero, comienzamos por un porro y acabamos por probarlo todo.
Al terminar el verano nuestras vidas habían cambiado, ya no eramos los inocentes niños que conocimos, ya el hacer el amor no era un pecado, ya el tomar una birras se había convertido en un habito, ya el meterse algo más que una raya de coca era una necesidad y yo más que ella me había convertido en un ser dependiente, de todo tipo de vicios. Esa fue también para mí la primera vez que morí.
Mi segunda muerte llegó con la hora de la despedida a mediados del otoño.
Cuando el avión partió no quise ir a despedirla. Las esperas son muy largas, pero al menos sabes que tarde o temprano llegará, sin embargo, saber que no la volverás a ver, al menos por muchísimo tiempo, eso es morir en vida.
La tercera muerte llegó cuando no recibía los mensajes deseados.
—Debería haber llegado ya.
Otro mensaje me llegó a través del noticiero de la televisión. El avión en el que iba María se había estrellado en el océano. "Ningún superviviente".
Ya todo me daba igual, mi mundo ya no existía, mi único alivio era meterme algo para evadirme del mundo, pero eso cuesta dinero y si no lo tienes lo consigues a cualquier precio.
Fue también mi primer atraco y la primera vez que visité la cárcel, después de eso vinieron muchos más.
Diez años después me encuentro aquí, en Portugal, escapando de mi último atraco y esta es mi cuarta muerte. Llevaba unos días en el país vecino cuando paseaba a orillas del mar mientras planeaba otro robo para poder pagarme algo que meterme, cuando, ee pronto, la veo. Era María. Estoy seguro, no la había olvidado y aunque, algo cambiada, seguía siendo ella.
—No has cambiado nada.
María dio un respingo al verme.
—¿Cómo me has encontrado? Estas hecho una mierda ¿No has dejado las drogas, verdad? ¿Cómo has dado conmigo?
—Te creía muerta, y yo morí contigo.
—Eramos unos niños, aquello ya pasó, ahora tengo otra vida. Nunca me monté en ese avión, nos vinimos para Portugal, mi padre encontró trabajo aquí y, la verdad, nosotros nos lo estábamos montando muy mal y ya no quería seguir contigo. Por eso decidí no contarte nada.
—¿María, sabes cuantas veces puede morir un hombre?
—A qué te refieres, no te entiendo —agarré a María y besándola, le dije—. Yo con esta, que será la definitiva, serán cinco, lo siento.
Me encamino al banco, pistola en mano, quiero que la poli me vea.

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