Sobre un vidrio mojado.






Fue un instante, como un fragmento en el espacio, igual que si el tejido del tiempo se hubiera abierto durante unas décimas de segundo.
Vi su cara dibujada en el aire. Daba la impresión de que las gotas de la fina lluvia, que caía en ese momento, dibujaran la silueta de su cara. Me miraba y me pareció vislumbrar en su faz una expresión de felicidad. Quise agarrarla, abrazarla, decirla que seguía amándola, que no la había olvidado, que me esperara, pero no estaba ahí. Otra vez mi mente me había jugado una mala pasada.
El callejón, que daba a la parte trasera de mi casa, estaba vacío. Tampoco era de extrañar. El tiempo estaba desapacible y la noche no invitaba a estar fuera. A pesar de todo, me senté en las escaleras de incendios mientras me encendía un pitillo. La lluvia cesó en ese instante y las nubes corrían raudas hacia este, dando paso a las estrellas, que luchaban por resplandecer entre las nubes errantes.
Me quedé como alelado viéndolas brillar, mientras la cerilla se consumía entre mis dedos, hasta que esta se consumió y me quemó, la dejé caer y observé como viajaba entre las escaleras hasta consumirse. Me fumé el cigarro, al tiempo que pedía un deseo a las estrellas. Estas parecían burlarse de mí y parpadeaban como si me guiñaran un ojo. Una vieja canción de "Los secretos" no dejaba de sonar en algún aparato reproductor:

"En un vidrio mojado
 Escribí su nombre sin darme cuenta
 Y mis ojos quedaron igual que ese vidrio
 Pensando en ella"

Al acabar el cigarro me levanté y al dar la vuelta vi en el cristal de mi ventana su nombre y el mío y en medio un corazón.

"Nada es igual, nada es igual, nadaaaa."

—No, nada es igual, y eso me ha enseñado que debo continuar —dije al viento al tiempo que lanzaba un beso al aire—. Es hora de partir.

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