Coleccionista de recuerdos.




Tenía la mirada perdida en las pequeñas partículas de polvo suspendidas por toda la habitación. La música relajante del crepitar en la chimenea le absorbía, al igual que el dulce e intenso olor a jazmín que llegaba desde el jardín. 
El mundo se había vuelto lento y ligero. Intentó alcanzar con la mano el rayo de sol que incidía sobre la mesita de noche atravesando la ventana, pero el aire parecía denso y pesado, no era capaz de romperlo, su brazo se negaba a despegarse de su cuerpo.
Llegaba hasta él el intenso aroma a café. 
Intentó recordar su sabor. Cuánto tiempo llevaba recluido en esa cama. El tiempo pasa lento, muy lento, cuando lo único que haces es verlo pasar.
Le gusta el silencio de los amaneceres, ese silencio que marca sus melancolías. Si pudiera decir al mundo cómo se siente, que supieran de su presencia. No es un cuerpo, es un alma que quisiera liberarse de su cárcel, cortar la atadura que sujeta sus alas y volar libre, igual que esas motas de polvo que inundan su ventana.
Pasa el tiempo y no puede ver sus sueños. Ansía el día que sus alas se abran y por fin pueda emprender el vuelo.
Tan sólo hay recuerdos, que como fragmentos de vida se enredan en su piel. Retazos de un hola en ese atardecer perfumado de arena y sal. Un adiós. Qué amargo final es cuando nunca volverás a ver a quien en tus recuerdos se quedó.
Va coleccionando recuerdos, recuerdos que son emociones que primero le alegran, y luego le entristecen o le queman y le hieren, pero a pesar de todo le hacen sonreír, y olvidar no puede.
Busca algún lugar en el que resguardarse con ellos, pero se pierde, se pierde entre ellos. Le aprisionan, le corrompen y descomponen y cuanto más intenta acercarse, cuando por fin ya los ve, se alejan, y aunque parecen despedirse, nunca lo hacen, pues en su corazón yacen, esperando otro día más a ese reencuentro.
Ya su corazón da un último y desesperado latido. Ya se paró.
Hoy, es por fin, es ese mañana que nunca llegaba. Hoy por fin, verá anochecer bajo la luna llena.

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