Emboscada.



…Adrián hizo una señal a sus hombres para que se prepararan. Se fueron dividiendo para pillarles por los cuatro flancos. Adrián daría la señal, cuando estuviera seguro de que no había más.
El grupo de celtas, parecía no percatarse, de no saber lo que se les venía encima, y así era, aunque Deva tenía a sus arqueras preparadas, vigilando desde los árboles, no habían advertido la presencia de los cinco hombres.
Todos estaban esperando la señal. Adrián no veía a nadie más ni siquiera a las arqueras, pero no se fiaba. Su instinto le advertía que había algo o alguien más.
—«Si al menos la maldita lluvia cesara por un momento» —Maldecía para sus adentros. Sacó su espada. La bajaría como señal para los guardias pretorianos. Los cuatro estaban pendientes del ademán. Parecía que el tiempo se había detenido. Cuando el inconfundible sonido de un caballo, que provenía desde detrás de ellos, les alarmó. Se giraron raudos, al igual que lo hicieron las arqueras, y vieron a un joven soldado romano intentando sacar a un caballo del barro.
Adrián permaneció helado ante la imagen de Victorio. Escuchó un silbido que provenía desde lo alto y, entonces, supo que les vigilaban desde los árboles. Se colocó bajo una gruesa rama e intentó ver. Imposible con la lluvia cayéndole sobre los ojos.
—«En un segundo todo se le había torcido y la culpa la tenía ese crío mal criado. De buena gana lo mataría el mismo, pero si no reaccionaba lo harían los celtas» —pensaba. 
El grupo, al que vigilaban se habían movido y ahora permanecían escondidos. Adrián intentaba adivinar dónde. Tenía la obligación de cuidar de Victorio y no podía faltar a su palabra, así que, inspiró y expiró tres veces de manera exagerada y corrió gritando, igual que lo hacían los celtas, hacia Victorio. Éste al verlo llegar gritando como un poseso se asustó, soltó a su montura y sacó su escudo protegiéndose. La suerte parecía sonreírle, pues una flecha lanzada desde una de las arqueras chocó contra su escudo y otra impactó de lleno en el cuello del pobre caballo. 
Los soldados pretorianos permanecieron atentos a Adrián. Uno de ellos en un alarde de valor corrió tras él intentando protegerlo con el escudo. Una flecha se le clavó en la corva de la rodilla derecha. Cayó de rodillas y el dardo se rompió dentro. El dolor era indescriptible. Gritaba mientras intentaba reincorporarse. Adrián lo vio, pero en una décima de segundo, y sin dejar de correr, tuvo que decidir si salvar la vida al soldado o a Victorio. Apretó los dientes y no lo dudó, aunque sería algo de lo que se arrepentiría el resto de la vida que le quedaba. Dos saetas más terminaron con el sufrimiento y la vida del soldado pretoriano. De los tres que quedaban otro intentó lo que Adrián habría deseado, pero su carrera fue aún más corta. Una lluvia de flechas acabó con él ni siquiera fue capaz de taparse con su escudo. Los otros dos, uno escondido al este y el otro al oeste, seguían ocultos, viendo como Adrián continuaba en su loca carrera por salvar la vida a ese Malnacido, que les había condenado a una muerte segura.
Victorio temblaba cuando vio caer a su caballo y una flecha atravesaba su escudo, quedando a escasos centímetros de su cabeza. Escuchó la carrera de Adrián. Miró hacia el lugar de donde procedía el sonido y, al ver a Adrián, salió de su escudo.
—¡Cúbrete, maldito estúpido! —Maldijo Adrián. Saltó sobre él y ambos rodaron—. Lo asió con firmeza, por la armadura, a la altura del cuello, y lo arrastró con él hasta situarse detrás del moribundo animal. Las saetas volaban y apenas tenían opción de mirar. Adrián pudo ver que cercaban a sus hombres Los salvajes se iban acercando y en breve serían capturados o los matarían como a perros. Debía hacer algo para distraer a los celtas. Llamar su atención, pero sin poner en riesgo sus vidas. Cuando de pronto escuchó la voz de una mujer.
—¡Soldados! —Gritaba Deva—. ¡Tengo aquí, en mis manos, la vida de dos hombres! ¡Sólo tenéis que rendiros y os prometo que no sufrirán!
Victorio miraba a Adrián, rogándole, suplicándole que no lo hiciera. Adrián lo sujetó por la cabeza y lo trajo hacia él.
—¡Me cago en todos tus muertos! —Sus cabezas estaban juntas y Adrián hubiera deseado morderle, como a un perro. Le hubiera arrancado la lengua—. ¡Todo esto es culpa tuya, maldito bastardo! ¡Juro, que si salimos vivos de esta, yo mismo te mataré! —Victorio temblaba como una hoja batida por el viento —¡Ahora, si aprecias tu vida, estate calladito! —Y empujando a Victorio se incorporó.
—¡Aquí me tenéis! —Rugió Adrián. Sus dos hombres permanecían de rodillas mientras los sujetaban y con las espadas amenazaban con degollarlos.
La guerrera se fue acercando. Adrián pudo ver que eran varias las arqueras apostadas en los alrededores. Nada podría hacer. No podía atacarla. Estaba bien arropada, además que seguro sería una digna contrincante en una lid. 
—¿Y el chico qué estaba contigo? —Preguntó Deva, señalando con su espada al caballo.
—Ha perecido —mintió agachando la cabeza para parecer entristecido.
—¡Mientes! Y eso me interesa. ¿Sabes por qué? —Adrián miraba de forma interrogante a la mujer— Porque intentas salvarlo, aun a costa de tus propios soldados. Incluso has puesto tu propia vida en juego y… he visto sus ropajes. No son atuendos que lleve un simple centurión. ¿Me equivoco? No hace falta que contestes —Deva se dirigió a uno de los soldados capturados —. Dime quién es y prometo perdonaros la vida— señaló al otro guardia pretoriano. 
El soldado se incorporó y mientras escupía, mirando hacia donde se encontraba Victorio, dijo:
—El hijo de nuestro general.
La druidesa hizo una señal a sus hombres para que no los mataran.
—Ríndete, soldado, y también prometo tu libertad.
Adrián miró hacia Victorio. Éste yacía en el suelo muerto de miedo. Temblaba como una rama mecida por un vendaval.
—De buen gusto os lo entregaría, pero he jurado su protección. Me temo que no es posible.
Adrián salió del resguardo del caballo, sabiéndose muerto, y espada en mano desafió a Deva.
—Me temo que no —dijo Deva observando al valiente soldado—. No soy una digna contrincante tuyo. Por tu aspecto estoy segura de que has librado muchas batallas. 
Deva hizo una señal y las arqueras aliviaron sus arcos. Su muerte no fue rápida. Se negaba a dejar de respirar, y aunque cayó de rodillas se volvió a poner en pie. Mientras se tambaleaba, igual que un borracho, se iba acercando.
—¿Es eso todo lo que tenéis? Necesitáis algo más para terminar con la vida de Adrián Fatini, hijo de Fabio Adrián Fatini y Giuditta Giuliani. 
Pero valió, tan sólo una flecha más, para derribarlo.
La mujer guerrera se acercó. Se había quedado de rodillas mientras la espada se le escapaba de su mano y su alma del cuerpo. Aún quedaba un hilo de vida en él, que imploraba que terminara. La guerrera cogió su espada y se la colocó en las manos. Adrián esbozó una sonrisa y en un último esfuerzo le dio las gracias.
—Sal de ahí dentro, ¡cobarde! —Dijo Deva—. Muchos hombres valientes han muerto por ti. ¡Da la cara! —La imagen de Victorio fue apareciendo poco a poco, con las manos en lato.
—Habéis prometido dejarnos libres —señaló uno de los guardias pretorianos—. ¡Cumplid!
Deva, sin mirarles, dijo:
—Id libres, pues. Y decidle a vuestro general, que tenemos a su hijo. Que si quiere volverle a ver con vida tendrá que pagar por su liberación... 

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