Deva.


Fragmento del capítulo 10° de mi próximo proyecto. 

...Deva no hizo caso de su instinto y atraída por su espíritu de Cazadora se adentró en la espesura de la lluvia y atravesó el puente. A su mente llegó el recuerdo de la voz de Ataecina, parecía revivir en ella un augurio, como un mal presagio que le decía una y otra vez que abjurase en su intento de franquearlo, pero hizo caso omiso a tales advertencias y lo que vio le atravesó la columna como un relámpago rasga el cielo. Sintió, de nuevo, el deseo descontrolado de represalia y castigar al causante de sus pesadillas. Como un demonio se alzaba sobre un caballo salido del mismísimo infierno, el hacedor de su lamento: Fearchar degollaba sin piedad a un legionario romano, pero podría haber sido un soldado celta o a cualquier persona que se hubiera cruzado en su camino, sin apenas arrepentirse lo más mínimo por ello. Los romanos eran ahora su escusa para matar; mañana sería cualquier otra.
Deva se plantó delante deseosa de que la viera, que la creyera indefensa y así poder vengarse. Sí, Venganza, bendita palabra. Ya nada más le importaba.
Fearchar la vio. Por unos segundos creyó que era una aparición. Que una Diosa venida del inframundo había aparecido para llevárselo, pero segundo después supo que no era así. Una Diosa no se dejaría mojar por la lluvia, apareciendo ante él como un fantasma harapiento.
Deva no llevaba buenos ropajes, tan sólo algunas pieles de las que se había desecho para poder atravesar la espesa lluvia con facilidad y manejar el arco y la espada con soltura. Usaba más bien ropa de campesina. De esa forma también pasaba más desapercibida.
Fearchar al ver que no reaccionaba azuzó a su caballo hacia ella. Al fin y al cabo, Diosa o no, era una mujer. Deva aprovechando esos segundos que le había regalado, hizo aparecer de su espalda una flecha que había reservado para ese momento, si algún día se lo encontraba, y ese momento había llegado. Era una flecha en la que estaba marcado a fuego el nombre para el que iba destinado. Fearchar cuando vio las intenciones reales, instintivamente se agachó, pero no fue tan rápido como par evitar la flecha que llegó rasgando el aire, parecía romper cada gota de agua con la que se cruzaba, y aunque a Fearchar, le pareció percibir la saeta muy lentamente, nada pudo hacer y esta se clavó sin piedad en su hombro izquierdo, quedando a escasos centímetros de su pulmón. Cayó pesadamente al suelo y la flecha se partió dentro de su cuerpo. Sus hombres fueron a rescatarlo, pero él los rechazo como apestados.
—¡Traedme la cabeza de esa bruja! —Les gritó. Los hombres miraban en todas direcciones, pero eran incapaces de ver nada. Salieron corriendo en distintas direcciones, más por miedo a su amo que por ganas de caza.
El primero en caer fue, Peadaran. No lo vio venir, ni siquiera se enteró de que la muerte le llegaba en forma de flecha. Un dardo le atravesó el ojo derecho. El siguiente esperaba ver a una arquera, pero lo que vio Aonghas fue el reflejo de una espada surcar el aire, sin apenas producir sonido alguno, la espada de Deva cortó su garganta. A Cathal una saeta se le introdujo en la corva de la rodilla derecha, cuando se arrodilló debido al dolor, otra se le clavó bajo el sobaco, donde no existe la protección de la armadura. Esa prácticamente lo mató, aunque no de inmediato, no hubiera durado hasta el mediodía, pero la espada de Deva fue benévola. 
Deva quiso dirigirse, de nuevo, hasta Fearchar, pero estaba bien arropado, además de todos los que la seguían, aunque ella estaba empeñada en su personal venganza. Fue entonces cuando unos labios le susurraron que no fuera impaciente.
—No tengas prisa, Deva. Su momento está cerca. Ya has dado el primer paso. El cielo te recompensará.
Deva se giró para ver quién le había hablado y entre la espesa lluvia pudo ver desaparecer la figura de una mujer. ¿Era ella?
—Ataecina —la llamó en un alarde de valor. En una fugaz carrera le pareció ver a una cabra, entonces supo cual era la respuesta a su pregunta.
Fearchar creyó escuchar el nombre de la Diosa entre el estruendo de la lluvia y la tormenta. Fue en ese momento cuando comenzó a temer, por primera vez, por su vida.

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