La última batalla




Miraba al frente desde la seguridad que le confería estar en la zona más alta, pero esa seguridad era tan falsa como la promesa del enemigo de que dejarían que viviera si se entregaba.
Nadie había tras él, nadie para cubrirle, nadie por el que mereciera la pena morir en batalla, pero tampoco lo valía rendirse.
—No dejaré que vean mis lágrimas ni que mis seres queridos esperen más por mí. 
—No dejaré que los suspiros me envuelvan, que me aprisionen.
Su caballo, Lugh, parecía impaciente por entrar en lid. Lo calmó dándole unas ligeras palmadas en el lomo. Se bajó de su montura, soltó las riendas y la silla y le susurró al oído:
—No te harán nada, amigo —le dio una fuerte palmada y Lugh galopó libre— Eso es, ¡vive!
El enemigo continuaba su ascenso. Inspiró profundamente, hincó su rodilla izquierda en la tierra, ahora seca y estéril, desenganchó el escudo de su espalda, sacó de su tahalí la espada hecha por los mejores herreros de la comarca, la besó y gritó mirando al cielo, pidiendo a la diosa Epona una buena muerte:
—No sueltes mi mano, el camino es largo y la muerte me da miedo.
Se levantó y, como si la diosa la hubiera escuchado, decenas de caballos salvajes, con Lugh en cabeza, saltaron sobre el enemigo que huyó preso del pánico.
Rolando no encontró consuelo, clavó su espada en la tierra, colgó su escudo en ella y se despidió de su tierra, tan sólo Lugh le acompañaría.

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