Un nuevo final.
Recuerdo esas tardes de risas, la lluvia no nos impedía disfrutar de los días de invierno, cuando eres joven el frío no existe y el amor y la amistad pueden con todo mal.
Los soportales de la vieja estación nos servían de refugio y entre besos y porros nuestra vida transcurría, sin prisas. Hasta que un día nos dimos de bruces con la vida. La gente desaparece, los compañeros y amigos, incluso los que no lo son se esfuman, algunos para siempre, otros simplemente dejan de ser jóvenes para pasar a ser hombres y mujeres adultas. Se casan, tienen hijos y pasan a ser uno y una más entre tanta gente y los mayores aún se hacen más.
No lo vimos llegar, simplemente ocurrió, como sucede una estación a otra, de forma natural, sin accidentes ni de forma escandalosa. Nos dimos cuenta que todo a nuestro alrededor pasaba menos nosotros. Salimos de los soportales una tarde, después de un fuerte aguacero, para ver el arco iris y al mirar hacia la estación vimos el cartel que anunciaba la próxima construcción de unos grandes almacenes en ese mismo lugar. ¿Dónde iríamos? Nos miramos y fue cuando vi que la piel de su cara comenzaba a formar arrugas, la chupa de cuero ya no le quedaba ajustada y sus pechos estaban caídos. Mi tripa asomaba tanto que no me vía los pies y mi larga melena había dejado a una más que incipiente calvicie.
—¡Rubia! —Le dije—. ¿Qué hacemos aquí?
Ella me miró y vi lágrimas en sus ojos. Se los secó con la manga y el maldito rímel le manchó de negro su ya marchita cara. Recordaba lo bien que le quedaba la cara sucia por el mismo rímel cuando éramos jóvenes y la lluvia cubría su rostro.
Sacó de su cintura su «Smith & Wesson 38 Special», con la que habíamos atracado en tantas ocasiones y dirigiendo su cañón a su sien me sonrió, como el que sonríe a un desconocido por un mal chiste, y me dijo:
—Es la hora, Gordo. Ya no pintamos nada —nos besamos, era la primera vez que nos besábamos de verdad, sintiéndonos, deseándonos—. Sólo me queda un bala —sentenció.
Juntamos nuestras sienes y apretó el gatillo. Puedo jurar que sentí cada movimiento de su dedo, cada parte de las falanges flexionando sobre el gatillo y como el tambor giraba sobre su eje y la bala quedaba engarzada al elevarse el martillo percutor y quedar anclado. Cómo el martillo golpeaba sobre la aguja percutora y esta sobre el pistón del casquillo. Pude sentir la presión del cañón en su sien y como sus lágrimas caían en el asfalto, pero la bala no surgió y en su lugar se escuchó un lamentable e inútil «clack», que anunciaba un final no esperado.
Pude recordar entonces las largas noches bajo la cama esperando que mis padres callaran. Pude sentir cada golpe con el dorso de la mano que soportaba, pude notar como mi rabia aumentaba en mi pecho cuando llegaba a casa y los gritos regresaban y como escondía a mi hermana para que no escuchara.
Hay ocasiones en las que quieres borrar tu pasado, aniquilar lo que fuiste, eliminar de un plumazo todo lo que te hizo llegar hasta donde estás; redirigir el camino trazado y no mirar lo que en él dejaste, perdiste o ganaste. Piensas que si hubieras tomado otra senda tu futuro, ahora tu presente, sería distinto, mejor. Te gustaría que el sino no dirigiera tu vida y sentir el viento a favor.
Vi llegar las luces del barco que dirigirían desde ese momento el nuevo rumbo. Vi rugir con fuerza y la vida pareció resurgir con nuevas fuerzas en mí. Se abría una nueva ruta. Quería limpiar la vereda por la que me dirigía y deshacerme de las malas hierbas que surgían del camino. Abriría de nuevo las puertas de una nueva esperanza.
Vi a las estrellas brillar con una nueva luz, luz de esperanza a la que aferrarme para variar de vía. Vislumbre un nuevo atajo para llegar a mi destino.
No quería soñar, pero lo hice, no quería que las pesadillas me desviaran de la trayectoria.
Soñar no es tan malo si pisas en el suelo.
Entonces, las mismas palabras surgieron de mis labios, pero esta vez como respuesta
—¡Rubia! ¡Qué hacemos aquí!
Ella me sonrió, esta vez de verdad.
Ahora, quizá sea el comienzo de un nuevo final.
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