La última carrera.




Sentía el sonido de las hojas secas al andar, ese sonido que te relaja. La lluvia no había aparecido aún y el otoño seco había hecho que los árboles expulsaran su revestimiento con la ayuda del fuerte viento que provenía del sur. Un manto rojo se repartía por todo el paseo y se presentaba ante mí virgen de pisadas que lo hubieran alterado, sólo yo hacía vibrar el aire al pasar por encima de la alfombra natural.
Por el este los rayos de un perezoso sol asomaban tímidamente y se reflejaban en el sinuoso río que discurría a mi lado. Un cormorán se acicalaba las plumas, y un par de gaviotas remontaban el río emitiendo un escandaloso canto que rompió mis pensamientos.
Giré mi cuerpo para seguir su viaje y pude ver que una tormenta se acercaba por el oeste. Pronto me alcanzaría y daría fin a mi paseo. Las hojas quedarían empapadas y ya no emitirían ese sonido que tanto me agradaba. Se me ocurrió que antes de que eso sucediera podría recorrer todo lo que me dieran mis piernas, saber de cuanto camino sería capaz de hacer.
Esperé a una señal, algo que me indicara cuándo empezaba nuestra carrera. De pronto todo pareció detenerse, el viento dejó de sacudir los árboles y la nubes cesaron lo que parecía su imparable trayectoria. Un claro se abrió y el un haz de luz se filtró llegando hasta donde me encontraba. Sonreí al cielo e hice una terrible pregunta: —«qué te apuestas a que llego antes que tú»—. Lo cierto es que no sé porque lo dije, pero en ese momento me pareció gracioso. Me coloqué en posición, como hacen los atletas antes de que den la señal, hinqué una rodilla en tierra, situé mis manos en el suelo haciendo coincidir los dedos en una grieta, que parecía estar hecha para tal cosa y dije: —«Cuando quieras»—. Un rayo partió el cielo de oeste a este y tras dos segundos un trueno rompió el silencio. Eché a correr como si me fuera la vida en ello. El viento arreció con fuerza y parecía darme impulso, pues íbamos en la misma dirección.
Ya veía el final del paseo, no quedarían más de cien metros: me vislumbraba ganador, aunque las nubes iban ganando terreno, aún no caía ninguna gota. El cielo tronaba y escupía rayos, como hacieno un esfuerzo por adelantarme. El viento empujaba las nubes. 
Cincuenta metros: el agua no llegaba, ya estaba exhausto, hacía tiempo que no corría y el medio paquete de tabaco que me fumaba a diario me estaba pasando factura. 
Veinticinco metros: ya estaba, un último esfuerzo y sería el claro ganador. 
Diez metros: el corazón. Maldito seas, ahora no. 
Dos metros: ya no podía correr, pero seguía caminando. No podía cejar en mi intento. 
Dos últimos pasos.
Todo desapareció. ¿Habría sido un sueño? Se hizo un claro y una voz retumbó en mí.
—¡He ganado, Fran!
—¿Cómo que he perdido? Llegué antes que tú —dije a la voz.
—Sí, es cierto, pero yo siempre gano.
Se hizo la claridad y mi alma se izaba por encima de mi cuerpo.

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