Rolando y el Barquero.
Tras el crepúsculo la luna asoma y yo espero en calma. La tormenta se acerca y con ella los oscuros hombres que la cabalgan. Son los jinetes que a la muerte llevan consigo.
Son atraídos por el hambre de cuerpos y mentes corruptas que tras una venganza. Llegan movidos por esas almas que antes de dejar sus cuerpos yacen en los infiernos.
El barquero espera a que la batalla finalice aunque sabe cual será el resultado.
Mira a los tres soldados y piensa en lo que en cierta ocasión le enseñó su maestro de armas:
—«Si te encuentras en esta situación, cuando tengas varios atacantes, debes tener en cuenta dos cosas importantes. Primero: Tienes que tener a todos al alcance de tu vista y eso se consigue colocando tus brazos en cruz. Con una sujetas tu escudo y con la otra la espada, colocando cada punta en la trayectoria de tus oponentes más atrasados y retrocediendo hasta que los veas, sin dejar de apuntarles, el resto deben estar dentro del ángulo de visión. Segundo: ir a por quien sea o bien el jefe o el más valiente o, en su defecto, el más vulnerable. Si derrotas al líder, ya tienes media batalla ganada y si no hubiera líder ve a por el más débil. Lo más seguro que si consigues dominarlo los demás dudarán y también tendrás media pelea ganada».
Colocó los brazos en cruz, los posicionó. Ahora no tenía tiempo para ver quién era el más decidido y sin pensar atacó al herido que se situaba a su derecha. Hizo un amago con el escudo, éste lo esquivó sin problema, que era lo que Rolando quería, y le clavó la espada en el brazo izquierdo, Éste soltó la espada y Rolando le golpeó de nuevo con el escudo. Acto seguido lo hizo girar para que los otros dos no se acercaran. Volvió a clavar su espada en el hombre, pero esta vez lo mató. Soltó el escudo y agarró la espada del caído.
Los dos soldados se miraron, intentando ponerse de acuerdo, qué hacer y eso fue su error, le dieron a Rolando los segundos necesarios para que iniciara el ataque.
—«Un momento de duda es lo que hace que pierdas o ganes en una pelea» —le decía su maestro de armas—. «En los momentos más difíciles no muestres tus miedos ni tus dudas al enemigo y aprovecha los suyos».
Nunca había probado las enseñanzas de la lucha con la doble espada. Era el momento. Sus manos parecían molinos, dando vueltas, girando sobre si mismas y el cuerpo, no veían por dónde atacar. El soldado de su izquierda atacó de frente, Rolando desvió el ataque con una espada mientras con la otra le cortaba el cuello. Cayó al suelo sujetándose con las manos la herida, mientras se desangraba, el otro hombre miraba sin saber muy bien qué hacer, si huir y salvar el pellejo o enfrentarse, e hizo lo que Rolando esperaba. Soltó su espada y corrió hacia la salida. El soldado herido miraba cómo su compañero le abandonaba, igual que le abandonaba su alma. El otro al salir se topó de bruces con los jinetes, que antes de ver concluida la pelea, ya habían decidido quién vivía y quién acompañaba al barquero a los infiernos.
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