Las lágrimas de San Lorenzo.
... —Está volviendo a suceder. Te lo dije, Eze.
Esperanza jugueteaba con un tapón de vino. Lo olía y lo hacía volar impulsándolo con el pulgar. En el cuello, colgando, llevaba los cascos de música.
Ezequiel bebía sin prisa una copa, ambos tumbados en un sofá que yacía sin patas en el porche.
—¿No te ha vuelto a hablar? —le dijo, al tiempo que con el dedo le tocaba en la cabeza.
—No, desde que hemos llegado, pero ya sabes como va esto. No me hace caso, es él el que manda. Y aunque me irrite mucho, siempre tiene razón. El muy cabrón lo sabe todo, pero hasta que le hago caso no me deja descansar.
—¡Esa boca, niña! —dijo alargando la a. Los dos rieron.
Ezequiel bebió todo el contenido de la copa y se sirvió otra. Esperanza le miraba con envidia. Llevaba muchos años limpia, pero seguía deseando mojar sus labios en ese maravilloso líquido, en ese, o en cualquier otro que le hiciera olvidar. Volvió a oler el tapón.
»¿Qué crees que pasa? —Ezequiel vio el deseo en la mirada de Esperanza y ocultó la copa y la botella.
Esperanza se sintió avergonzada por esos deseos. —«¿Es que no se iba a acabar nunca?»— Su boca salivó al pensar en ello, y por un segundo quiso saltar sobre Ezequiel y arrebatarle ese néctar de dioses, pero sabía que si lo probaba, aunque solo fuera una gota, caería irremediablemente en ese oscuro mundo, al que no quería regresar.
—Es más de lo mismo, pero esta vez la cosa es peor. Parece que hemos llegado al meollo del asunto. Donde descansa la puta Reina Madre.
—O el Rey.
—No, Eze, es una Reina y con un buen séquito.
Por unos segundos las nubes se retiraron, dando paso a un estrellado cielo y ambos se quedaron ensimismados observando, como si nunca lo hubiesen visto, hasta que el cierre del telón dio paso al final del acto.
»¿Qué te había dicho? El cielo aquí es especial.
Las imágenes corrieron por la mente de Ezequiel: aquel agosto en los Pirineos, mientras observaba las Lágrimas de San Lorenzo. Aunque en realidad escapaba.
Ezequiel, un buen hijo, con pareja estable. Era la clásica persona que no había hecho nada más arriesgado en su vida que ver una película pirateada. Cuando conoció a Esperanza era una hombre ejemplar.
Había acudido al lugar a fotografiar las estrellas. Esperanza se acercó y le preguntó a ver qué miraba. Él se lo mostró.
—Conozco un lugar donde casi puedes tocarlas y la luna es tu compañera. —Esas palabras taladraron su mente, igual que lo haría un gusano dentro de un queso, fueron mágicas, penetrando en él hasta que lo colonizaron todo.
—¿Me lo enseñarías? —lo dijo sin pensar. Salieron de él igual que un acróbata buscando que le sujetara para no caer.
—Aún queda mucho para eso, pero es irremediable.
Ezequiel la miró en ese momento entre la extrañeza y el deseo. Era una locura, pero se iría con esa mujer donde ella le dijera, y tan solo se atrevió a decirle:
—¿Por qué yo?
Esperanza se echó a reír, pero no era una risa que le molestara, ni le pareció que se estuviera riendo de él. Al contrario, le enamoró más.
—Porque me lo ha dicho el cabrónazo de mi hermano. Y te aseguro que es muy persuasivo y hasta que no le haga caso no me va a dejar en paz. Dice que los has visto.
Agachó la cabeza. Sabía de qué estaba hablando. Lo supo cuando escuchó esas palabras que no habían sido pronunciadas por sus labios, sino desde su ser más profundo.
Ezequiel regresó a casa. Esa noche apenas dormiría. No podía entender qué locura se había desatado en su cabeza ni cómo se lo iba a decir a su pareja.
Cuando se levantó y desayunó, como todas la mañanas, se despidió de su mujer con un largo beso. Ella sospechó algo, aunque no sabía qué. Cuando llegó la noche y él no había regresado ni siquiera se molestó en llamar a nadie, ni siquiera a él. Sabía que ya no lo volvería a ver. Lo cual en cierta mediada fue un alivio para ella, aunque en ese momento no lo sabía...
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